LALY KRUPP

TEXTO : MARTÍN PAOLTRONI FOTOS: FEDE FERNANDEZ PERALTA

Patrimonio rosarino de la travestidad, hacedora de un legado mariflor, Laly testimonia con su piel la guerra non sancta de las ciencias naturales: soy una travesti biológica, dice aguijoneando el sentido práctico de la identidad. Y es algo más que un mero devenir, suena más bien a morisqueta anti terf, a perspicaz ardid frente a los manuales anatómicos del género, a sentencia de faraónica togada, a carta magna de una antigua Nación.

"Yo me considero y me autodefino travesti. Ni mujer trans, ni mujer. Travesti”, contesta y reafirma el carácter combativo de una palabra que crece entre la muchedumbre maricona.

En la secundaria, no obstante, Laly pudo ser. Contra todo pronóstico de bullying, el Liceo Avellaneda se transformó en refugio frente a la realidad lisérgica para una adolescente que desafió los esquemas del sistema educativo, aunque la currícula de biología no supiera de su existencia.

Aunque los recuerdos son buenos, y la patria de la infancia tiene sus propios colores, el filo de sus caderas evoca las luces del centro mientras narra los días signados por el aleteo colibrí. “Tuve el privilegio de que no me echaran”, remarca con énfasis. ¿El amor como prerrogativa? Tal vez sí, en un mundo acostumbrado a las molduras humanas como condición para el afecto. Por eso Laly supo desde pendeja que tenía que pararse de manos si quería sobrevivir. Y así salió a la calle con 17 años para ejercer el trabajo sexual. Y así también conoció a las travas.

La escena ballroom no es un show me dijeron las chicas algunas vez  ¿Y entonces qué es? Es un acto político de resistencia, una forma de activismo donde los cuerpos disidentes se apropian del espacio público y sacuden la hetero-modorra citadina. Será por eso que Laly suele repetir que allí sus caderas encontraron un lugar.