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Con el encierro encima

  • 24/05/2025
  • María Soledad Iparraguirre
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Desechos, fragmentados, diezmados; desestabilizados. En ese estado recuperaron su “libertad” los cientos de ex presos políticos mantenidos en cautiverio durante la última dictadura genocida. Historias rotas, locura y suicidio en las cárceles de la dictadura, de Silvana Melo y Claudia Rafael viene a correr el velo de oscurantismo que se propuso silenciar las historias de vida de quienes fueron víctimas de la sistemática maquinaria de enloquecimiento implantada desde el Servicio Penitenciario. “El objetivo era que los detenidos salieran hechos despojos y fueran botón de muestra de las consecuencias de la militancia”, afirman las autoras.

Acaban de sonar

las nueve de la noche

Las puertas de las celdas pronto van a cerrarse.

Se hace largo, esta vez, un poco largo:

con sus noches,

sus días

y sus tardes.

Pero si el hecho de vivir, querida,

significa que esto ha de prolongarse,

vivir, querida mía,

tiene tanta importancia como amarte.

(Nazim Hikmet, poeta turco)

Pedagogo y educador neuquino, sobreviviente de la última dictadura cívico eclesiástico militar, Nano Balbo solía repetir cual mantra una cita de Primo Levi, que aludía a la necesidad de conocer el horror más insondable. Sobreviviente de Auschwitz, Levi decía que, “si bien comprender resulta imposible, conocer es impostergable, porque las conciencias pueden volver a oscurecerse. Incluso la nuestra”. Preso político sin haber tocado jamás un arma y discípulo de Paulo Freire, Nano quedó sordo por la tortura. Pudo exiliarse en Italia y volver a nuestro país en tiempos en que asomaba la incipiente democracia. Pero si algo le quitaba el sueño, más allá de los tormentos sufridos en cautiverio, era la memoria de los compañeros que ya no están y aquellos que pasaron presos todos esos cruentos años de la noche más larga.

Historias rotas, locura y suicido en las cárceles de la dictadura rompe con la invisibilización de las historias atravesadas no solo por el prolongado encierro sino –y fundamentalmente-, por toda una maquinaria de enloquecimiento pergeñada desde el Servicio Penitenciario cuyo fin consistió en quebrar las psiquis de los detenidos, en volverlos despojos carentes de toda humanidad. Entre 1975 y 1983, alrededor de diez mil presos políticos atravesaron las cárceles nacionales trasladados de comisarías o centros clandestinos de detención (CCD). Fueron hombres y mujeres cuyos casos eran “blanqueados”, es decir, puestos a disposición del Poder Ejecutivo Nacional (PEN), militantes provenientes de espacios de docencia, gremios o de agrupaciones guerrilleras como Montoneros y el PRT/ERP. El texto se centra en las historias de Eduardo Schiavoni, Jorge Toledo, Edgardo Guerra, Susana Benini, Gabriel «Tordito» de Benedetti, Benjamín Taub, Jorge «Chiche» Veiga, Roberto Pasucci, Cristina Taminelli, Heriberto «El Pata» Macedo, Ramón Holsbach, Lucía Briones y René Coutaz, a quienes se dedicó cada uno de los capítulos. Otras historias conjugan un último capítulo no por menos relevantes, sino por lo dificultoso que se tornó reconstruirlas a falta de familiares o afectos que los sobrevivan. 

 (…) Un libro de literatura. La biblia. Un diccionario. Dos cuadernos de anotaciones personales. Doce cartas de familiares. Un sobre con una foto. Una estampa religiosa. Un estuche con un par de lentes. Una lapicera. Una caja con fósforos. Tres pulóveres. Una polera mostaza. Dos camisas, cinco calzoncillos, seis pares de medias, cuatro pañuelos. Dos mates paraguayos. Una brocha. Una máquina de afeitar Prestobarba. Un cepillo de dientes. Un pomo de crema dental. Un paquete de sal fina. Un desodorante en barra. Cuatro camisetas. Ese era el patrimonio de Eduardo Schiavoni. El capital que retiraron de su celda los carceleros el 10 de julio de 1980. Los bienes de un hombre debilitado, fragilizado y manipulado con medicación psiquiátrica hasta lograr una muerte con la que ninguno de ellos se manchó las manos. La sábana con la que se colgó “Lalo” (para su familia) o “El Pelado” (para la militancia), fue anudada metódica y sistemáticamente por el poder penitenciario para que él, más temprano que tarde, solo tuviera que rodeársela al cuello. Solo, con una soledad milimétricamente decidida por los penitenciarios en Caseros –una perfecta maquinaria de enloquecimiento-, medicado psiquiátricamente con drogas que le suministraban y le quitaban con una precisión minuciosa, desbordado por la abstinencia hasta el colapso. 

En pandemia, una tarde diáfana de diciembre bajo un sol que se les grabó en las retinas, Claudia Rafael y Silvana Melo cubrieron el acto por el que se renombraba la plazoleta donde estaba emplazada la cárcel de Caseros, que pasó a llevar el nombre de Eduardo Schiavoni y Jorge Toledo, víctimas de lo que las autoras consideran suicidios inducidos. “Nos impactó porque en Caseros no entraba jamás un rayo de sol. Ese día daba un discurso Hernán Invernizzi, y cuando lo escuchamos hablar y definir lo que había sido la cárcel, dijimos, de estas historias tiene que salir un libro”, cuentan en la intimidad de su hogar.

En lo que representaba una arquitectura puntillosamente pensada para la crueldad, las autoras consignan un informe de 1982 del Comité Internacional de la Cruz Roja sobre los efectos desestabilizadores de la Unidad 1 de Caseros que indica: “a raíz de la infraestructura de la cárcel estas condiciones originan los trastornos psicosomáticos clásicos, pero además, un número cada vez más elevado de casos que padecen de síntomas graves en un cuadro psíquico de neurosis carcelaria como insomnio, irritabilidad, abatimiento, falta de iniciativa, pérdida de memoria, distorsión de la realidad, ideas obsesivas y alucinaciones sensoriales”. Hernán Invernizzi, integrante del Ejército Revolucionario del Pueblo detenido entre el 6 de septiembre de 1973 y el 9 de mayo de 1986, sostiene que el objetivo era la locura, no el suicidio. “Ellos querían que nosotros viéramos como se volvían locos y que salieran locos de la cárcel. Ellos algún día iban a salir y serían el ejemplo de cómo terminan los subversivos”.

El minucioso trabajo de investigación, que demandó más de cincuenta entrevistas y la consulta al Archivo de la Memoria en la ex ESMA, evidencia, asimismo, que, del plantel médico e interdisciplinario; psicólogas y psiquiatras dependientes del Servicio Penitenciario, (egresadas de las facultades públicas, en su mayoría, muy jóvenes) se sabe poco y nada. Las autoras lograron, sin embargo, algunos otros nombres, como Antonio Dotti, coronel titular del Servicio Penitenciario Federal; los curas Hugo Mario Bellavigna, Alejandro Cacabelos, capellán del penal de Caseros y Christian Von Wernich; o los médicos Jaime Dombiak, Cristóbal Copes, Alfredo Wybert, Enrique Leandro Corsi, Carlos Domingo Juríos y Luis Domingo Favole. Muchos otros, sin embargo, permanecen en el anonimato.

–El libro apunta a investigar los suicidos inducidos, pero al avanzar la lectura se encuentran pocos casos en relación a quienes salieron en libertad y el estado en que lo hicieron. ¿Cómo fue mutando la investigación desde esas primeras historias hacia el resto?-

Silvana Melo: -empezamos a investigar y encontramos muchas otras historias que tenían que ver con el enloquecimiento y no necesariamente con el suicidio. Caseros tampoco tenía exclusividad como espacio donde se orquestó esta maquinaria. Fijate que de todas las historias que incluimos en el libro, eso tiene que ver con que la idea no era que se murieran, no era matarlos o que se suicidaran, sino enloquecerlos y que fueran un botón de muestra para cuando salieran y lo hicieran sus compañeros; era la muestra de lo que no debía suceder, dejar en claro en qué se transformaba aquel que intentaba cambiar las cosas, que intentaba subvertir el orden establecido. Eran botón de muestra para el militante futuro.

Claudia Rafael: -los casos de suicidio no son tantos; hay más, nosotras tomamos solo cuatro, dos en Caseros y dos en Rawson, además de los de Schiavoni y Toledo en Rawson, Edgardo Guerra y de Gabriel de Benedetti; el torito de Benedetti. De ellos cuatro, dos eran montoneros o habían estado ligados a la agrupación y dos eran del PRT/ERP. O sea que el plan abarcó el abanico a toda la pertenencia política, ideológica, era aleatorio, en todo caso. A lo largo del libro nos pasó en un par de casos cuando empezamos a ahondar en la búsqueda de tema, que se nos insistía con que necesariamente tenía que haber alguna psicopatología previa; que se había desatado en algún momento previo a la detención y que estalla después. Sí tenemos un par de historias donde hubo alguna psicopatología previa que, tratada, la persona funcionaba normalmente, con la medicación correcta, con una vida más o menos organizada y demás. Esto lo hablábamos con una psiquiatra y leímos textos de Silvana Beckerman, integrante del grupo que laburó con las Madres de Plaza de Mayo desde el 79 al 90 más o menos, que plantea que ni siquiera hoy en los manuales de psiquiatría se toma el estrés postraumático con causales psicosociales, es decir, en el contexto que atravesaba esa persona. En ninguno de estos casos, se tomó eso como disparador, aquello que termina desatando lo que esa persona vivió después. Digamos que sobrevivir a todo eso ya era denso, algunos habían pasado por centros clandestinos pero el paso por las cárceles tampoco era tranquilo. Había diferencias, pero, por ejemplo, la Unidad 9 de La Plata era brutal; era lo más parecido a un centro clandestino. Caseros, por ejemplo, para los que llegaban trasladados de La Plata, parecía un hotel cinco estrellas con mármoles, ascensores, un lugar en el que tenían donde hacer sus necesidades en la propia celda, algo que no existía en otros lados, era un tachito y punto. Sin embargo, no entraba un rayo de sol, no tenían intimidad: la celda era abierta, el guardiacárcel veía absolutamente todo; cuando el detenido se sentaba a hacer sus necesidades, todo, todo, estaba a la vista del carcelero. Que no esté contemplado ni siquiera en los manuales de psiquiatría de la actualidad lo que provoca a nivel del psiquismo todo ese tremendo acoso por años y años es casi inentendible.

Locos, putos o quebrados era el latiguillo recurrente, repetido hasta el hartazgo entre risas cínicas con el que los carceleros denostaban la finalidad de una maquinaria cruelmente aceitada, premisa que fue disparador a la hora de idear la escritura.  

Claudia Rafael: -Es la consigna que les repetían sistemáticamente a ellos; de acá, van a salir locos, putos o quebrados. Es muy fuerte tratar de desentrañar los tres elementos; locos, ¿quién quiere a los locos en una sociedad que se aleja y que busca la normalidad, no?

Silvana Melo: -Y eso es inamovible, hace cincuenta años y ahora

Claudia Rafael: -Por lo general, en todas las sociedades la locura siempre fue un elemento a tratar de tener lejos. Respecto del término quebrados, es clave discernir que no se refiere al traidor que se pasó al bando enemigo, sino que quebrado es el que no pudo; el que se rompió por dentro. Y el tercer elemento; de acá van a salir putos, tiene claramente que ver con la época: muchos de los entrevistados nos decían ustedes no se vayan a creer que nosotros éramos muy deconstruidos; éramos militantes políticos. Nada de todo lo que se vivió en los últimos años en cuanto a los avances sociales y a una nueva mirada que no estigmatiza la orientación sexual era imaginable. La idea de salir putos era como una promesa de castigo eterno.

Silvana Melo: -la masculinidad era intocable. el macho era sinónimo de que se tenía banca, que nos dijeran de acá van a salir putos no era asible. Al recorrer la historia de muchos veíamos que eran tipos de una militancia y unas convicciones recontra fuertes y que llegaron a la cárcel, al centro clandestino como tipos fuertes que querían cambiarlo todo y cuando salieron en una libertad mentirosa, eran despojos. Es mentira que había patologías subyacentes, les quebraron la psiquis adentro, claramente en algunos episodios determinados que vos sabes cuándo y en qué momento se quebró.

Claudia Rafael: -en el caso de las mujeres eran locas, muertas o quebradas, jugaban de una manera muy fuerte esos elementos. Algo que nos repetían mucho en los testimonios era, además, el pudor que sentían de contar lo que habían vivido frente a las torturas y las desapariciones.

El texto muestra cómo esta maquinaria represiva y enloquecedora tuvo su puntal desde espacios pertenecientes a la salud pública, por ejemplo, los casos de los detenidos que eran trasladados al Borda.

Claudia Rafael: -Totalmente. Muchas de las historias que desarrollamos en el libro eran detenidos llevados y traídos hacia y desde el Borda. Estaban detenidos en Caseros o la cárcel de Ezeiza y eran llevados al Borda y luego volvían. Ese tránsito y que quedaran días alojados allí implicaba electroshock y juegos con la medicación. El Borda en ese momento dependía de la Armada. A partir de un libro que tomamos como base bibliográfica se plantea que no solo llevaban detenidos ahí sino también integrantes de las Fuerzas Armadas que, en algún momento podían ser problemáticos. La salud publica también fue parte de toda esta maquinaria.

-¿Qué herramientas fueron empleadas en este sistema destinado a enloquecer a los presos?-

Silvana Melo: -las herramientas que usaron eran varias. Por un lado, el tema infraestructural, en el caso de Caseros, y desde otros espacios también, en Rawson, era el silencio durante días, un silencio sepulcral, porque estaba prohibido escuchar música, cantar, reírse y todo de gris. Las alteraciones de la medicación psiquiátrica y para esto detectaban a la persona más frágil.  Los llevaban a las reuniones entre psicólogos, psiquiatras y sacerdotes en las que nunca faltaba algún jefe de inteligencia, utilizaban lo que sería el secreto profesional o confesional para engancharlos y que hablaran. Terminaban medicándolos, necesitaran o no, con diversos tipos de psicofármacos; y salían y les decían, por ejemplo, no sabes lo que me dijo tu compañero de ustedes, le empezaban a tirar como que el otro había cantado. Pensar que el otro había cantado generaba un rechazo, un aislamiento. Con el empleo de psicofármacos, hoy le daban uno, mañana otro, aumentaban y bajaban las dosis. Imagina la psiquis, explotaba. Ni hablar de las celdas de castigo o el tema de la alimentación manejado de una manera horrible pero además por nutricionistas, como decía Hernán, nutricionistas para el mal. El aislamiento de los compañeros, el de la familia; las familias llegaban de mucha distancia y les decían que estaba castigado. Todo fue de una perversidad muy planeada, una planificación absoluta. Va mucho más allá de la picana que hasta termina siendo una cosa burda.

Con la crudeza de los testimonios de familiares, amigos y ex detenidos y la porfía de Rafael y Melo en rescatar del oprobio y el olvido aquellas vidas acalladas, Historias rotas.. es una lectura tan dura como necesaria en estos tiempos de, -una otrora sistemática- política de crueldad. Para que nuestras conciencias no osen oscurecerse, Nunca Más.

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María Soledad Iparraguirre

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