De profesión, vocación y oficio Olga Moyano es enfermera. Dio sus primeros pasos cuando tenía tan solo 18 años y desde entonces, solo dejó de trabajar, tanto en la práctica como en la docencia, cuando fue secuestrada por la dictadura genocida. Sobreviviente, testigo en juicios de lesa humanidad, militante de derechos humanos feminista, murguera, bordadora de historias colectivas, Olga Moyano es una referencia en el ejercicio humano y político de la enfermería.
Foto principal: Nancy Rodriguez
Es la medianoche del 11 de mayo de 1978. Olga Moyano sale de trabajar de la unidad coronaria del Sanatorio Plaza, toma el ómnibus y desciende en la esquina de Rioja y Buenos Aires. Camina hasta calle Laprida pero un Fiat 128 la intercepta. Olga no llegará a su casa. La obligan a subir y le vendan los ojos. El destino será la Jefatura de Policía donde es interrogada y torturada al igual que a sus dos compañeros de trabajo secuestrados esa misma noche, Ariel Morandi y Susana -o Nadia para sus amigos y familia- Miranda. A los tres los llevarán luego a la Fábrica Militar de Armas que operó como centro clandestino de detención en Rosario.
Cuando rememora, Olga hace una pausa. Es el único instante de la charla en el que se quiebra, toma aire, busca palabras para seguir su relato. Dice que esa noche llevaba entre sus cosas la Carta a la Junta de Rodolfo Walsh que meses antes le había acercado Ariel, a quien -recuerda- debió asistir después de la tortura. Dice que gracias a ellos, Ariel y Susana, conoció lugares emblemáticos de la ciudad como el río Paraná y las cascadas del Saladillo. Y cuando lo cuenta Olga recupera por un instante la sonrisa. La memoria se ilumina. Es por sus amigos que lucha por justicia en las causas de lesa humanidad mientras el Equipo Argentino de Antropología Forense aún busca los restos en un campo de Laguna Paiva.
De su desaparición forzada Olga recordará las voces de los locutores que a través de la radio relataban los partidos del Mundial 78. En los centros clandestinos, al tener los ojos vendados, la escucha se agudizaba como un sentido vital. Casi como una brújula, un termómetro del afuera. Cuatro días antes de que finalice el evento deportivo, a Ariel y Susana los trasladan en horas del mediodía pero a ella no. “Yo creía que los llevaban a bañarse”, dice Olga cuarenta y siete años después. Fue la última vez que los vio con vida. A fines de agosto la llevan hasta el Batallón 121 de calle Lamadrid para ser sometida a un Consejo de Guerra, un simulacro de “juicio” que la dictadura genocida aplicaba a algunos de los detenidos – desaparecidos. Olga recibió una “condena” de dos años y medio, que cumplió como presa política en la cárcel de Devoto hasta el 20 de noviembre de 1980, cuando por fin recuperó su libertad. Lo primero que hizo al salir fue volver a San Genaro. A la casa familiar, a su nido de la infancia. Allí estuvo durante un año colaborando en el comedor de la parroquia hasta que en el 82, aún bajo gobierno militar, Olga regresa a Rosario.
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Olga Regina Moyano habla y sonríe levemente. Algo en su rostro resplandece cada vez que lo hace mientras va hilando momentos de su historia personal. Está por cumplir sesenta y siete años. Tiene una cabellera enrulada y entrecana, una mirada dulce, un tono suave de voz. Su vida está marcada por hitos claves del país. La dictadura genocida del 76, el menemato de los 90, la crisis del 2001, el proceso de Verdad y Justicia iniciado en el 2004, la pandemia de covid del 2020. Secuestro, torturas, la cárcel. Dos amigos cuyos cuerpos sigue buscando. Dar testimonio en un juicio por la verdad. Ejercer la docencia desde la propia práctica, desde el corazón de un territorio.
De profesión, vocación y oficio, Olga Moyano es enfermera. Empezó de muy chica en el Sanatorio Plaza cuando apenas tenía 18 años. A los 17 llegó a Rosario desde San Genaro para estudiar enfermería como pupila en la escuela del viejo Hospital Freyre. Pero cada viernes Olga regresaba a su pueblo porque extrañaba a la familia: mamá ama de casa, papá metalúrgico, la mayor de cuatro hermanos. Era el año 1975. Sin embargo, los recuerdos en el internado del Freyre están llenos de luz como mucho de todo lo que Olga hace, borda, hilvana, remedia, alivia. Fue allí donde empezó a adquirir lo esencial para un oficio que ejerce desde hace cuarenta y nueve años: el sentido del cuidado y el aprendizaje de lo colectivo.
—¿De que te sirve saber medir la presión si no sabes porqué esa persona tiene presión alta? La relación es lo que te abre, los vínculos son lo más importante. Obviamente que necesitas tener conocimiento. Pero es una manera de pensar la salud que va a determinar el modelo de atención— dice Olga mientras compartimos un café.
Así entiende su profesión y así también la enseña a sus alumnos y alumnas en cada una de las escuelas en las que fue docente, y en cada lugar donde se la ve organizando equipos o dando una mano en lo imprescindible. No importa si es un efector de salud, un vacunatorio, el “aguante” frente a los Tribunales Federales, una biblioteca popular, un taller en la cárcel de mujeres, una asamblea feminista, una murga o un centro comunitario de un barrio periférico. Olga tiene la habilidad de multiplicarse para estar donde siempre hay que estar.
Cuando enumera sus antecedentes laborales reconoce que nunca dejó de trabajar ni siquiera en pandemia. Son muchos los espacios en los que fue dejando huellas de un ejercicio humano y sensible de la enfermería, entre ellos el HECA, el Hospital de Emergencia Clemente Alvarez donde en los años 80 ganó un concurso para ser Jefa de Guardia, tarea que ejerció hasta 1989 cuando renunció estando embarazada de José, el primero de sus cuatro hijos. Allí además inició su recorrido en la militancia gremial, peleando por derechos laborales poco reconocidos para una profesión precarizada, minimizada y mayormente ejercida por mujeres. En ese entonces Olga asumía otro rol importante en su vida: la docencia.
Dice que una de las líneas teóricas que la inspiró, y que profundizó durante su experiencia académica, fue la del médico brasileño Emerson Elías Merhy quien plantea la existencia de tres herramientas o maletines en el trabajo con salud. Y explica: “los recursos que pongo en juego en cada acto de cuidar al otro, la construcción de relaciones y vínculos con el sujeto, y esto se construye en un proceso de transferencia; una serie de conocimientos para hacer frente a esa situación y que son de todo orden; y los procedimientos o técnicas duras. Las tecnologías duras implican usar las manos, pero en enfermería muchas veces antes hay que usar la palabra”. Hablar con el paciente, entender, comprender, conversar.
Pedagogía de una práctica sostenida en la pregunta y el cuidado.
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Es el año 1985. Olga Moyano está sentada frente al Tribunal encargado de juzgar a los miembros de las tres primeras juntas militares entre 1976 y 1983. Intenta no mirar para los costados, ni hacia atrás. La sensación es de orfandad.
—Es importante que el que va a testimoniar sienta ese acompañamiento, ese aguante, yo sentí esa orfandad durante el juicio a las juntas— dice quien fue una de las 833 personas que testificaron contra los altos jefes militares en 1985. En ese entonces tenía 28 años.
Para abrazar en los momentos previos al ingreso a los Tribunales, que en Rosario se fue gestando alrededor de los “aguantes”, junto a otros sobrevivientes conformó en el 2009 la murga La Memoriosa, “una murga militante y justiciera”. Olga fue parte de esa experiencia que vinculaba el arte con la denuncia y también, como ella dice, con la alegría que lleva como una bandera esencial en su vida. “Fue una etapa de aprendizaje más, además de crecer colectivamente» recuerda en el documental Las cosas queridas. Relatos personales de una lucha colectiva»
El tiempo de la justicia la volvió a encontrar, en el 2009 y 2013, frente a un nuevo Tribunal para volver a dar testimonio del horror. Fue en el marco de la causa Guerrieri y Guerrieri II. Lo hizo con precisión, con memoria, con coraje. “Vengo por los que no están. Por la madre de Ariel Morandi. Para mí eso es lo importante, decir que los vi”, declaró.
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Años 90. Neoliberalismo menemista. Olga retoma su trabajo en la salud pública pero percibe que algo cambió.
—En el Heca éramos compañeros, había solidaridad. Cuando vuelvo al Hospital Roque Saénz Peña en el 95 eso se rompió, y en vez de haber solidaridad hay complicidad. Se pierde esa mirada colectiva y empieza a prevalecer una mirada individual. Más división de roles, de tareas, y se pierde ese sentimiento de solidaridad y creo que eso fue producto del menemato, entonces empieza a perderse esa concepción del espacio laboral como espacio de solidaridad.
Olga recuerda cómo, en los noventa, la estrategia en los hospitales era de sobrevivencia. Hacer malabares para que los insumos alcancen mientras el recorte en salud se agudizaba cada vez más. Olga dice que le tocó trabajar en la “época de las vacas flacas”. Que después todo fue cambiando cuando Rosario, bajo la gestión socialista con Hermes Binner como principal referente, comenzó a diseñar un modelo de salud basado en la atención primaria. Para ese entonces Olga ya no trabajaba en el área municipal. Se había abocado a la docencia en la escuela de enfermería del Hospital Provincial donde tenía a cargo 30 horas semanales que dedicaba no solo a impartir teoría sino, y sobre todo, a articularla con la práctica en territorio, visitando centros comunitarios y centros de salud municipales y provinciales. “En ese momento aprendí mucho de la APS”, recuerda.
También participó activamente de la reforma del plan de estudios de la Tecnicatura de enfermería en Santa Fe incorporando una visión de la salud como proceso colectivo, entendiéndola como un derecho. “Fuimos articulando las asignaturas no como algo fraccionado, y también nos pareció interesante incorporar en la currícula el rol de la mujer, más allá del rol de madre” contaba Olga años atrás. Así se creó dentro de la currícula de Enfermería la asignatura de Salud y Género, de la cual Olga fue una de las impulsoras.
Su mirada está intimamente vinculada a la salud comunitaria. Es que Olga no entiende su profesión sino es construyendo vínculos.
—Nuestro trabajo tiene una doble o triple responsabilidad, con el alumno, el paciente y con el servicio.
En el año 2012 se sumó a dar clases durante unos meses en la escuela de enfermería que el Ministerio de Educación creó en barrio Las Flores. Un ir y venir constate entre institución y territorio. Entre teoría y una praxis fundamentalmente humana.
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Según datos de la Federación de Asociación de Enfermería, en Argentina casi el 87% de las enfermeras son mujeres. Se trata de una profesión especialmente feminizada y al mismo tiempo, una de las más precarizadas: sobrecarga horaria, pluriempleo, escasos insumos y bajos salarios. La pandemia por Covid-19 visibilizó el rol clave de la enfermería en el cuidado colectivo, sanitario y comunitario. Olga Moyano fue una de las muchas enfermeras/os que trabajaron asumiendo riesgos, poniendo el cuerpo. En su caso, fue la encargada de organizar los equipos del centro de vacunación que operó en Rosario. Pero además, Olga se ocupó de distribuir, y muchas veces asistir, al personal de salud en psiquiátricos y en cada geriátrico de la ciudad en los que se alcanzó a vacunar a una población de 9000 adultos mayores.
Ella dice que de todas las experiencias algo, mucho, aprende.
—Nunca te la sabés todas. Lo fundamental es poder abrirte a entender distintas realidades, la sociedad tiene una complejidad tal que no te podés olvidar que tenés enfrente a un sujeto, no un objeto. Es importante estar, con cuidado. Hay que entender la teoría pero también la práctica. No puede haber docencia en enfermería sin ejercicio.
Lo que salva es el otro, repite Olga casi como un mantra. Y subraya verbos que son acciones del cuidado: sostener, acompañar, cuidar, enseñar.
Hoy Olga dedica parte de su tiempo a finalizar sus trámites jubilatorios y activar en dónde su corazón lo sienta: la biblioteca popular Juana Azurduy, los acompañamientos en los juicios de lesa humanidad, las asambleas feministas, las marchas contra el modelo de exclusión y pobreza que impone el gobierno libertario.
Una de sus pasiones, además del trabajo de enfermería, es el bordado. Sí, Olga borda para intervenir realidades como por ejemplo, la de la cárcel de mujeres donde durante años colaboró con el Taller el Enredo de la ONG Mujeres tras las rejas. Un día decidió ingresar de nuevo a un penal, esta vez, para compartir esa experiencia que la sostuvo mientras estuvo presa en Devoto, en tiempos de dictadura. Olga quería bordar junto a otras. Así participó de la actividad y muestra colectiva que en el 2018 realizaron en conjunto con el ciclo Cabeza de Flor del Centro Cultural Parque España. El objetivo era construir autorretratos intervenidos artísticamente tanto afuera como adentro de la cárcel. En su bastidor había colocado una foto donde se la vé en una marcha del 24 de marzo, en San Lorenzo. “Eso me permitió jugar, porque parece que en la foto estoy mirando el más allá, pero sin olvidarme de las distintas luchas, las de las Madres”. Además Olga bordó una estrella muy parecida a un barrilete. “El primer recuerdo que tengo es que me perdí en mi pueblo, siguiendo un barrilete. Y Sueños de Barrilete es una canción que cantábamos en la cárcel”, explica. También aparecía el infinito como símbolo. “Es que estamos hechas del adentro y del afuera, y ese adentro y ese afuera se mezclan”.
Olga es consciente de cómo opera el sistema penitenciario. En la profundización de la exclusión, de las diferencias, de las barreras, de las vulneraciones. De ese afuera y ese adentro que dice, es tan difuso. De lo difícil que es contener, cuidar, remediar, cuando no hay Estado, cuando no hay “una red del Estado que sostenga”.
Olga sueña. Cierra los ojos. Planifica, organiza. Piensa qué hacer, cómo seguir en un contexto social y político tan hostil, tan atravesado por la crueldad.
—Mi lucha es aportar al cuerpo a cuerpo. Es lo que puedo hacer. Eso no quiere decir que no participé en marchas, pero tenemos que intentar hacer algo en lo micro, en lo chiquito—, dice mientras imagina cómo intervenir con algún bordado, una foto del Villazo para el juicio de lesa humanidad que próximamente tendrá sentencia.