Por Silvina Melo (Publicada en Agencia Pelota de Trapo)
El viernes murió Leila. Peladita como en la foto por la agresión química de la terapia. Invadida por la leucemia como por la maleza las hierbas buenas. Porque Leila era una hierba buena, tierna, débil como los gurises de Entre Ríos. Y fue atacada como si fuera maleza. Por la otra agresión química. Por los glifosatos, los endosulfanes, los 2,4-D, inteligentes y selectivos, que no hacen mella de los cultivos atravesados por la transgénesis pero sí emborrachan y matan pájaros, perros, flores. Y niños.
Leila vivía en San Salvador, un pueblo de Entre Ríos con 17 mil habitantes, capital del arroz intrusada por la soja, fumigada brutalmente, con un conteo de muertes por cánceres diversos que la gente enumera por debajo pero pocos se animan a plantar como bandera. Es que los cereales son la fuente de trabajo, directa e indirecta, de la mayoría. En pueblos como San Salvador, si no es el intendente el que tiene campo, es el médico del pueblo. O el presidente de la cooperadora de la escuela. Entonces en las charlas en las que las dirigencias se vieron obligadas a analizar las causas del aumento de los tumores (imposibles de ocultar por más que los funcionarios ofrecieron sus dedos para el eclipse del sol) se habló de los peligros del cigarrillo.
Pero el viernes murió Leila. Que no alcanzó a cumplir quince porque los venenos le arrebataron la fiesta y los onces de diciembre en los que tenía planeado celebrar.
Durante mucho tiempo el 629 de la calle 1º de Mayo estuvo vacío. Leila Derudder estaba en el Garrahan y toda su familia le hacía el aguante turnándose. En los alrededores de su casa, el cáncer es un vecino más. Cada uno tiene su historia, que es extra-oficial. Hormiguea por las calles, pero no por los despachos oficiales. Las esquinas manejan sus propios certificados de muerte (tumores, leucemias) y desmienten a los de defunción de los hospitales (paro cardiorrespiratorio).
Andrea Kloster es una de las vecinas de Leila. Organiza eventos pero cada vez la contratan menos. Lo admitió en el Aula D del Garrahan, el miércoles 1, cuando el espacio se colmó para escuchar a Darío Gianfelici, médico rural de Entre Ríos. Que relató detalladamente las consecuencias de las fumigaciones sobre los seres vivos. Especialmente sobre los niños. Que se envenenan con menos cantidad de plaguicidas que los adultos. Porque el sistema inmunológico no está completamente desarrollado. Porque el hígado humano no tiene la capacidad de descomponer plaguicidas. Porque aman el juego, se llenan los pies de barro y chapotean en los charcos a la vera de los sembrados. Dice Gianfelici: “Los chicos siempre van atrás del mosquito (avión fumigador) porque como los pájaros quedan atontados por el veneno los pueden agarrar con la mano”.
San Salvador tiene 17 mil habitantes. Andrea Kloster apareció en ese pequeño recinto, apenas un punto en la inmensidad del Garrahan. Donde la enfermera Mercedes Méndez resiste a los molinos de viento sistémicos y logra reunir a unos cuantos profesionales que comienzan a admitir que a sus manos llegan niños fumigados desde ciertas provincias. Y que los ven morir estragados por los tumores.
“Hace un año empezamos a darnos cuenta de cómo se morían nuestros vecinos”, dijo Andrea. “No se diagnostican los casos. Alrededor del pueblo hay cincuenta industrias. Usan el cauce del arroyito para lavar las fumigadoras. No hay pescado, sapos ni pajaritos”.
Si no navegara en aguas de tragedia, la historia de la subdiagnosticación tendría ribetes bizarros. A Leila “le dolían los huesos. En el hospital de San Salvador le dijeron que era dolor de crecimiento. En Paraná la mandaron urgente a Buenos Aires”. Como el caso de Carla, citado por Luna Lovegood en el diario digital Conectate Paraná: “Carlita empezó a caminar torcido y un traumatólogo le dijo que no tenía nada. Gritaba del dolor de cabeza y le daban analgésicos. Le salieron manchas en la piel y le dieron pomada para hongos. Tuvo arcadas y vómitos y le diagnosticaron desde bulimia hasta gastritis severa. Se le empezaron a caer las uñas, como si tuviera los dedos infectados y podridos, y decían que era por ponérselos en la boca”. En el mismo rumbo de la charla sobre cáncer producido por agrotóxicos en los que se terminó hablando de los peligros del tabaco.
El pueblo está rodeado de sembradíos. El arroz que le concedió el título de capital, está cada vez más arrinconado por la soja. Cayó en un 30 por ciento en los últimos dos años. Resisten 8.000 hectáreas de arroz contra más de 30.000 de soja. Los padres de niños muertos dejan de tener miedo a las cosas del mundo. Nada peor puede pasarles y van al frente. Suelen ser la infantería de todas las luchas. “Estamos rodeados de fumigaciones”, dicen. Entre las casas se intercalan los silos, obesos de arroz fumigado. Y el pueblo queda como “un pozo lleno de polvo de cereal y pesticidas”. Los vecinos hacen cuentas: dicen que la mitad de sus muertos entre 2013 y 2014 tenían cáncer. El promedio país oscila entre el 18 y el 20%.
El Grupo de Genética y Mutagénesis Ambiental (GEMA) de la Universidad Nacional de Río Cuarto, después de ocho años de estudio, determinó que “los agroquímicos generan daño genético y conllevan mayores probabilidades de contraer cáncer, sufrir abortos espontáneos y nacimientos con malformaciones. (…) Confirmaron con estudios en personas y animales las consecuencias sanitarias del modelo agropecuario. Glifosato, endosulfan, atrazina, cipermetrina y clorpirifós son algunos de los agroquímicos perjudiciales” (Página 12, 6/10/14).
En soledad casi aterradora (lo acompañan Daniel Verzeñassi en Rosario y Medardo Avila en Córdoba) el doctor Gianfelici fatigaba el miércoles las imágenes de un proyector en un reducto aislado del Garrahan. “Se nos presenta un niño con intoxicación aguda, diarrea, vómitos, dolor. Con medicación se le pasa. A los diez años el mismo niño aparece con leucemia”.
Mientras Andrea Kloster relataba la especialidad de la Directora de Epidemiología de Entre Ríos (es veterinaria), una médica lloraba conmovida por Leila. “La estoy atendiendo y se va a morir hoy”, decía entre espasmos. Resistió apenas dos días más. Gianfelici explicaba entonces por qué los médicos prefieren diagnosticar en divorcio con los agroquímicos. “El médico llega al pueblo con su familia. Tiene un crecimiento profesional y económico y qué hace… compra campo”. Pero también “sus pacientes dejan de ir si denuncia la fuente de trabajo”. Y si se trata de escuelas fumigadas (existe una amplia acción de AGMER para alejar la deriva envenenada de las escuelas) “cómo hace el docente si el presidente de la cooperadora es el dueño del campo de al lado”.
Esa incomodidad estructural se vivió el día en que, con el doctor Daniel Verzeñassi presente, la gente hablaba de los químicos y el intendente, del cigarrillo. “Levante la mano quién ha tenido o tiene cercano un familiar o amigo con cáncer, infertilidad masculina, aborto espontáneo, problema tiroideo, leucemia, linfoma, tumores, malformaciones de bebés”. Nueve de cada diez levantaron la mano.
En su último artículo antes de morir, el biólogo molecular Andrés Carrasco (condenado al escarnio y la soledad por el poder económico, científico y político) aseguró que “el negocio global de alimentos agota recursos no renovables por cuenta y necesidad de un modelo depredador que necesita el control de toda la cadena para ejercer hegemonía y asegurar la rentabilidad. Es un sistema de saqueo e iniquidad que no contempla el bien común o la felicidad del pueblo, que destruye vida, naturaleza y autonomía y que genera más hambre y exclusión”.
Leila murió el viernes. Tenía 14 años y una sonrisa de dientes separados y picardía. Y creció rodeada de la soja y el arroz, respirando y embebiéndose de la deriva. Pocos años atrás murieron José Rivero y Nicolás Arévalo, víctimas de los tomatales de Lavalle. Y de la tierra húmeda de venenos sobre la que corrían descalzos y se revolcaban en los veranos correntinos.
Son muchos más. Innumerables los nombres.
Aunque Leila, José y Nicolás se hayan vuelto íconos vaya a saber por qué. Tan bellos y niños. Tan arrancados de cuajo como la maleza.