El Programa de Estudios Gubernamentalidad y Estado de la Facultad de Ciencia Política de la UNR analiza el cierre del Centro de Asistencia Judicial de Villa Moreno en el marco de “prácticas de des-memoria” vinculadas al contexto social y político actual. “El cierre de los CAJ es una clara iniciativa de obturar el acceso a la justicia para los sectores pobres”, sostienen.
Por PEGUES*
Hace unos días se confirmó la sospecha que barajaban hace tiempo quienes trabajaban en el Centro de Acceso a la Justicia (CAJ) emplazado en Villa Moreno. Motiva esta nota los despidos injustificados y sin preaviso de lxs trabajadorxs del CAJ, junto a la indignación que nos produce encontrarnos frente a una nueva manifestación del espíritu que anima al gobierno nacional: conformar un Estado que -sin tapujos ni vergüenza- invisibiliza y despoja del derecho al acceso a la justicia a grandes sectores sociales desarticulando áreas clave de intervención gubernamental.
Los CAJ constituyen dispositivos que se enmarcan en una concepción del acceso a la justicia entendido como un derecho humano fundamental así como una garantía que permite el respeto y el restablecimiento de los derechos desconocidos o quebrantados; surgieron con el objeto de fortalecer y ampliar las políticas del área para los sectores más vulnerables.
En Villa Moreno, el CAJ se instaló en mayo del 2012, a raíz de la tragedia que asedió al barrio la madrugada del primero de enero de dicho año, cuando tres jóvenes militantes sociales del Movimiento 26 de Junio fueron asesinados a sangre fría por sicarios del narcotráfico. A este suceso desgarrador se lo conoce como “El triple crimen”, masacre que al hacerse pública fue inmediatamente caratulada por los algunos medios como “ajuste de cuentas”. Al otro día de ocurridos los asesinatos, militantes del Frente Darío Santillán, familiares, vecinxs de los jóvenes y otras agrupaciones políticas, hicieron público su repudio al modo en que se había caratulado el crimen y demostraron la completa desvinculación entre las víctimas y las bandas narcos que se enfrentaban en el barrio, así como la complicidad de la institución policial con los victimarios. El caso constituyó un punto de inflexión en la ciudad de Rosario ya que, gracias al mismo, comenzaron a cuestionarse las conclusiones mediáticas rápidas que asocian a los jóvenes pobres asesinados con ajustes de cuenta, iluminándose, también, la crisis de la seguridad pública que atravesaba la provincia de Santa Fe y el nivel de desprotección estatal que sufren las poblaciones de las villas rosarinas.
Fue en este contexto de desolación y dolor de un barrio jaqueado por el poder del narcotráfico y la inercia estatal, que se instaló el CAJ y recibió, desde su creación, más de 30.000 consultas. Entonces, ¿cómo mantenernos incólumes cuando vemos retroceder al Estado en tanto garante y protector de los derechos humanos de su población?, ¿cómo continuar indiferentes ante el abandono estatal de los precarios avances en materia de protección de quienes más lo necesitan?
Ni los argumentos que enfatizan la necesidad de recortes presupuestarios, ni los que justifican los despidos a raíz del carácter militante de lxs trabajadorxs validan el cierre del CAJ. La medida constituye una decisión política que responde coherentemente al eje transversal que ha acompañado a todas las medidas implementadas por el gobierno de la Alianza Cambiemos desde que ocupó el Ejecutivo nacional: en cien días la coalición gobernante que preside el PRO demostró que no opondrá reparos en consolidar los rasgos más coercitivos y represivos de un Estado que responde sin mediación a los intereses de clase de un sector millonario, naturalmente minoritario. En este esquema, el cierre de los CAJ resulta contundente: parece que a nuestrxs funcionarixs ni siquiera les importa ejercer la violencia de Estado acompañada de consensos sociales mínimos.
El cierre de los CAJ es una clara iniciativa de obturar el acceso a la justicia para los sectores pobres. Por eso, cuando se diagnostica ligeramente que es en los barrios marginales de la ciudad donde anidan enquistamientos de violencia, se hace por una inercia relacionada al sentido común imperante que une pobreza a violencia en forma irremediable. Y aun si tuviéramos que darle la razón a esa idea del sentido común extendido que encadena pobreza-marginalidad-violencia, lo haríamos en el sentido que lo hace Hernández Tosca [Des-cubriendo la violencia, 2002]: la violencia que explota en lxs ciudadanxs, siempre es respuesta de una violencia ejercida antes por el Estado. Cerrar los CAJ es parte de la constitución de ese círculo de la violencia, denegar el acceso a la justicia implica e induce a resolver los conflictos por vías alternativas a la judicial.
Por estos días que estamos conmemorando los 40 años del golpe de Estado cívico militar que arrasó con la vida de miles de argentinxs, vemos que el modus operandi utilizado en el CAJ de Villa Moreno, consistente en desmantelar áreas fundamentales de actuación estatal en materia de acceso a la justicia, también alcanza programas de reparación histórica de memoria, verdad y justicia. Entre estos podemos mencionar el desmantelamiento de la subgerencia de Derechos Humanos del Banco Central, encargada de investigar la complicidad del sistema bancario y financiero durante los setenta; o la desactivación del Grupo Especial de asistencia judicial para casos de apropiación de niñxs en dictadura y de la coordinación de huellas, dependiente del Ministerio de Seguridad; el desmantelamiento de Infojus, vía el despido de sus trabajadorxs y el vaciamiento de todas las noticias que se encontraban en el portal digital de lo que había sido el Centro de Información Judicial del Ministerio de Justicia de la Nación desde 2011. Todas estas definiciones, en apariencia aisladas, cobran sentido global en tanto que anudan dos series de acciones que se refuerzan entre sí: una sistemática administración diferencial de la justicia y una incesante promoción de prácticas de des-memoria. A los pobres las balas de la “emergencia en seguridad”, a los ricos las garantías de la “seguridad jurídica”. Y a la sociedad en su conjunto un relato en el que los desaparecidos no fueron 30.000, los genocidas presos -devenidos viejitos inofensivos- vuelven a tener concesiones y beneficios, las causas contra civiles se desvanecen en el aire, las editoriales de los diarios hablan de “guerra” para referirse al terrorismo de Estado y cunde la promesa de un paraíso repleto de alegría y sueños cumplidos. Allá, en el futuro, tabla rasa sin memoria.
*PEGUES (Programa de Estudios Gubernamentalidad y Estado)
Facultad de Ciencia Política y RRII, UNR
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