En lo que va del año en Rosario y la zona se registran al menos 24 muertes violentas de jóvenes menores de 25 años. Todos vivían en barrios marginados. Balas para dar o recibir como propuesta cotidiana a vidas que se esfuman.
Por Martín Stoianovich
“Para que aprendan”, dice Jonatan en un video en el cual junto a su hermano Patricio, y un amigo se presentan como parte del equipo de Los Pintores de Ludueña. Se trata de un grupo de jóvenes de ese barrio que, como parte del programa Juventudes Incluidas de la Secretaría de Seguridad Comunitaria de la provincia, encaró durante el 2015 el taller colectivo de Letristas y Murales con la idea de aprender el oficio. “Para darle identidad al barrio a través de las intervenciones”, explican en el mismo video en el que Jonatan aparece sentado en un banco, desplegando una sonrisa grande bajo su visera. Los pibes buscaron hacerse lugar en la ciudad, poniéndole al grupo el nombre del barrio. En Ludueña hay identidad.
Entrados en confianza, los Pintores se animaron a hacer un rap.
“Nosotros somos los Pintores de Ludueña,
esos que aprenden, después enseñan.
Esos pibes que de las paredes se adueñan,
Esto es para los que se fueron,
aunque la gente no comprenda.
Queremos igualdad en esta sociedad,
pero nos ven cómo somos y arrancan a mirar mal.
Respeto y unidad para esta sociedad,
sólo tengo la impresión de mi realidad”.
La realidad del barrio, de la que hablan los pibes en la canción, impactó de lleno contra el grupo. En la madrugada del domingo 3 de abril a Jonatan Lezcano, el mismo pibe de Los Pintores que se presentaba y sonreía en uno de los pocos videos que circulan sobre el grupo, lo mataron de cuatro balazos. Tenía 22 años. A su cuerpo lo encontraron en la mañana de ese domingo tirado en Einsten al 6000, entre la basura y la chatarra amontonada que acostumbra al paisaje de los caminos más olvidados del barrio. El fiscal Florentino Malaponte, a cargo de la investigación de los hechos, supuso que a Jonatan lo habían matado en otro lugar del barrio y que luego lo tiraron donde fue hallado finalmente.
“Estábamos en una fiesta, se fue a comprar un vino y no volvió más”, dice Federico, de 24 años y amigo de Jonatan de toda la vida. Cuenta que el pibe se fue de la fiesta cerca de las cinco de la mañana, y que al cuerpo lo encontraron cuando el sol ya había asomado, cerca de las ocho. Primero llegó el Comando Radioeléctrico, después la Policía de Investigaciones y luego el coche que lo llevó a la morgue. “A las diez de la mañana se lo llevaron, lo dejaban ahí tirado y tardaron una re banda”, cuenta Federico.
“Fue una noche, un par de horas, y ya no está más”, agrega como reflexionando en voz alta. “El pibe estuvo en la mala mucho tiempo, pero se había rescatado”, comenta. No tiene pelos en la lengua para decir que Jonatan había estado vinculado al robo y al consumo de drogas en otro momento de su vida, antes de comenzar a frecuentar los grupos de pintores y otros talleres. Más de adolescentes, juntos, habían formado parte de una congregación salesiana. Jonatan hacía oratorias en el barrio. También era muy buen delantero en los picados de Ludueña. Da la sensación de que había buscado otros caminos, que quizás encontró, aunque interrumpido por las balas que abundan, en este y otros barrios de la ciudad. Así como se sincera sobre su amigo, Federico asegura que Jonatan andaba tranquilo y no encuentra el nudo al asesinato. Cuenta que, al parecer, le quisieron robar su visera, acaso una marca de identidad en los pibes de las barriadas. En Ludueña se sabe quiénes son los que apretaron el gatillo. Y, cómo Jonatan y Federico, son pibes. Ya no andan por el barrio, pero asimismo sigue latente el temor por la continuidad del conflicto ahora desatado.
“Hay mucho dolor y muchas preguntas. En la mayoría de los jóvenes está naturalizada la muerte”, cuenta el Mono Saavedra, artista del colectivo Arte por Libertad y profesor en el taller de Los Pintores de Ludueña. La muerte de Jonatan pegó duro, pero no es la primera. Y crece el dolor al saber que no será la última.
Más allá de Ludueña
“Lamentablemente me tocó perder mucha gente querida acá en el barrio”, dice Federico sobre una lista que incluye amigos y hasta a la militante social Mercedes Delgado. “Cada año es peor, ves más pibes y más jóvenes que se van muriendo”, acota. Pero esto que describe Federico supera los límites de su barrio. Las cifras de homicidios siempre alarman, pero cuando las estadísticas reúnen determinados puntos en común es cuando se pone de manifiesto la problemática. En lo que va del año, en Rosario y sus alrededores la cifra de homicidios, en una aparente disminución en comparación a los años anteriores, supera los 55. De ese total al menos en 24 casos las víctimas son jóvenes menores de 25 años. Todos vivían en los barrios más carenciados de la ciudad. Sólo algunos murieron en zona del macrocentro, y el resto en las mismas calles de tierra y entre las viviendas precarias por las cuales crecieron y anduvieron en sus cortas vidas. De estos 24 casos que registra enREDando, en sólo uno no hay balas de por medio. Es el caso de Miguel Canteros, que tenía 16 años cuando a fines de enero pasado fue hallado ahorcado, torturado y apuñalado en la zona rural que une los barrios Cabín 9 y Santa Lucía.
Las Delicias, Villa Banana, 23 de Febrero, Cabín 9, Santa Lucía, Tablada, Emaus, Villa Moreno, Las Flores, Ludueña, La Sexta, Los Hornitos. Entre esos barrios ronda la geografía de la muerte de los jóvenes rosarinos. Las crónicas policiales hablan de conflictos barriales, de pibes muertos mientras estaban en la puerta de su casa, de balaceras desde motos o autos, de vinculaciones a bandas que manejan el menudeo de drogas en sus barrios, de peleas. Y hasta balas policiales, como en el caso de Nahuel Jatón, de 17 años, asesinado a manos de un policía de civil en un intento de robo.
Los pibes que mueren cada día se convierten en números y pocas preguntas quedan sobre sus vidas. Las noticias difundidas con bombos y platillos son las que ponen a uno solo como protagonista de una emotiva historia de vida. “El pibe de la villa que escribe”, “el pibe de la villa que canta rap”, “el pibe de la villa que pinta”, “el pibe de la villa que terminó la escuela”. Pareciera que se ha dado vuelta la lógica de este mundo. Son noticias los pibes pobres que viven como en el resto de la sociedad se acostumbra a vivir. Es entonces cuando la lógica que prima es la de “el que quiere puede” por sobre lo inalienable de cada derecho humano.
Ya no llama la atención que diarios como Clarín y La Nación hagan noticia de la muerte de Javier Monzón, asesinado el 6 de enero pasado con alrededor de veinte disparos. Hicieron noticia porque su nombre aparece vinculado a una de las investigaciones que recae sobre la banda de “Los Monos”. Entonces venderán las páginas que hablan de un joven “sicario de Los Monos” ya asesinado. Javier Monzón tenía 19 años. Sobre su vida se podrían hacer muchas preguntas. ¿Cómo es que un pibe de 19 llega a figurar en los expedientes que investigan a de una banda narco? Los jóvenes son el último eslabón en el negocio del narcotráfico, que en la barriada mueve en cantidades droga, balas y algunos pesos manchados con sangre mientras que el dinero se cuenta en millones en recovecos donde el poder judicial y político, caminando por la fina cornisa de la complicidad, no se anima a entrar de lleno. Así, se torna más sencillo reducir la problemática a los pibes: causas y consecuencias de la sangre derramada.
Las armas de fuego están muy al alcance de los pibes. Para dar o recibir disparos. En el Centro Comunitario San Cayetano de Ludueña, las doñas que cocinan en el comedor, y que también son madres y abuelas, se preguntan de dónde vienen las armas y por qué hay cada vez más circulando. Las mismas crónicas policiales responden cuando, por ejemplo, cuentan el asesinato de César Domínguez, de 24 años, ultimado a balazos el pasado 6 de marzo por otro joven que para el ataque utilizó el arma de su pareja, una suboficial de la Policía Comunitaria de 23 años. En las últimas horas se dio un hecho similar al quedar detenida una mujer policía acusada de haberle prestado el arma reglamentaria a su sobrino para que el 4 de mayo de 2014 asesinara a un hombre de 55 años. Por otro lado, el faltante de municiones en la fábrica militar de Fray Luis Beltrán – nueve millones de fulminantes para municiones calibre 9 milímetros y un millón setecientos mil para fusiles Fal – llevó a que el ministro de Defensa de la Nación, Julio Martínez, hablara de la posibilidad de un mercado negro de producción y venta.
“Nunca sabés cuándo te va a tocar”, dice Federico en la puerta del Sanca. El ejemplo lo pone Raúl Merlo con su vida y con su muerte. Tenía 24 años. El pasado 17 de enero fue asesinado a balazos en la puerta de su casa de un barrio de Villa Gobernador Gálvez. Su realidad, que todavía no implicaba su destino, había comenzado a marcarse en junio de 2011 cuando, en el mismo lugar donde lo mataron, fue herido por un balazo que le dio en el estómago.
Por la tarde del sábado 9 de abril en barrio Tablada todavía resonaban los disparos que el mediodía del viernes anterior habían asesinado a Leandro Reyes, de 23 años, en Chacabuco al 3900. Le dieron ocho balazos dos personas que circulaban en moto. Ese sábado, la misma mecánica se dio en el asesinato de Fabricio Fernández, de 17 años. Según dijeron sus familiares, el pibe estaba jugando a la bolita con unos amigos cuando fue sorprendido a los tiros. La semana siguiente la familia fue a la Fiscalía de Homicidios a exigir justicia. Entonces se supo que Fabricio jugaba a la pelota, que simpatizaba con el centro de estudiantes de la escuela en la que cursaba, entre otros detalles que hoy sólo son algunos recuerdos. Y, como en muchos otros casos, se habló de los tiradores como conocidos del barrio por estar vinculados a la venta de droga con complicidad de la policía. Entre Leandro y Fabricio había seis años de diferencias, y entre sus muertes sólo un par de horas y cinco cuadras de distancia.
Así se repiten las historias. En Rosario la vida de los pibes de las barriadas se dirime entre la vida y la posibilidad de matar o morir. Y en lo que para ellos implica la vida quizás estén las respuestas a las preguntas que faltan por hacer.
Los derechos como oportunidades
“Nueva oportunidad”, se titula uno de los programas de la Municipalidad de Rosario que buscan capacitar a jóvenes “que hayan dejado la escuela, no tengan empleo ni formación en oficios”, para promover “acciones de reinserción e inclusión social y laboral”. Quizás el programa haya impactado de forma beneficiosa en los 1.500 jóvenes que desde el gobierno municipal aseguran haber capacitado durante 2015. ¿Pero qué sucede con los pibes a los que el programa no alcanzó?, porque las políticas públicas en Rosario son escasas y precarias, y así lo explican trabajadores de distintas áreas provinciales y municipales. Mientras tanto, los derechos se presentan como “oportunidades” y es sabido que en por estos lados las oportunidades no suelen ser para todos.
Federico, criado en Ludueña, trabajó en la Secretaría de Seguridad Comunitaria como parte del equipo barrial. Cuando habla de la realidad de los pibes, de la cual forma parte, no cae en la estigmatización que reconoce la escalada de violencia y muertes pero resumiendo causas, responsabilidades y consecuencias hacia dentro del barrio que camina a diario. Sabe que los hilos los manejan desde afuera. “Uno puede hablar, difundir, pero va a seguir todo igual hasta que desde arriba no se pregunten hacia dónde quieren encaminar a la juventud”, analiza. Respecto de la intervención del Estado en las barriadas, cuando no se trata de los operativos de distintas fuerzas de seguridad, Federico describe: “Buscan respuesta inmediata cuando el período de transición de un pibe que sale de la calle es mucho más largo”. Su mirada apunta a los talleres y cursos de oficio en cuestión, los cuales a la larga, al no atenderse las problemáticas estructurales que afectan a los sectores populares, se transforman en parches temporales.
Para Federico la clave está en el proceso educativo, pero sobre todo en la inserción laboral de los jóvenes. El robo, la venta de droga por menudeo, o la simple y a la vez compleja decisión de convivir con un arma en la cintura, muchas veces son el producto de una puerta cerrada. “Como no tienen posibilidad de entrar a laburar a ningún lado se dedican a hacer eso”, dice Federico, y agrega: “Les queda el camino que siempre lleva a dos cosas, o terminás en cana o terminás muerto”.
El Mono Saavedra cree que los cursos y talleres sirven para que los pibes “se reconozcan como hacedores de lo que se produce”. La riqueza de estos procesos está en el convivir a diario con experiencias colectivas. “Los pibes entran en la búsqueda de sus intereses, de lo que les gusta, de sus sueños, y hay que desarrollar ese camino. Son muy pocos los espacios y hay que lograr más para que haya un cambio real, sino quedan como experiencias muy dispersas”, sostiene el Mono. Cuando habla de sueños, lo materializa en arte. Y Los Pintores de Ludueña también. Así lo describe una pintada del barrio que, con otros pibes, dejaron las manos de Jonatan: “Nadie tiene derecho, ni el rey, ni el general, ni el Papa, a impedir que un niño crea que las mariposas son estrellas que vuelan”.