Por Lucas Paulinovich
Foto principal: Franco Trovato / Redacción Rosario
[dropcap]L[/dropcap]a imagen fue imponente. El Monumento repleto de mujeres de todo el país concentradas para la apertura del Encuentro Nacional de Mujeres, una singularidad rebosante a nivel mundial. La fotografía aérea se presta a las fórmulas fáciles: nada más que decir; sobran palabras; elocuencia plena de la imagen. Sin embargo, eso no alcanza a dimensionar los efectos imprevisibles: la efervescencia por debajo que reniega de los moldes y categorías que hay para mencionarlo. Todo puede ser creado.
Desde que empezó el Encuentro, el macrocentro de la ciudad se multiplicó de pequeñas marchas organizadas bajo una consigna y con reclamos específicos, como la Marcha de las Tortas; o desparramadas e improvisadas por grupitos de 20 o 30 que se juntaban y comenzaban a cantar, saltar y gritar. Fue una forma de reocupación: la toma de una potencia negada. Bastaba una sola mujer, un solo pañuelo verde, para hacer sentir esa fuerza que se expresa y denuncia, acusa, cuestiona, remueve.
El Encuentro planteó la posibilidad de ocupar espacios para que se abran otros, obstruidos socialmente, clausurados por violencias, abusos e inequidades diarias. Logró hacer emerger preguntas implícitas en las relaciones cotidianas: que se mueva, haya desplazamientos, dislocación del espacio y el tiempo de la ciudad. Que durante tres días, Rosario tuviera otra vida.
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Plaza feminista, sábado a la noche. Hay un festival y para comprar un choripán, una larga cola. Una señora bien vestida, abrigada hasta casi taparse, manda un mensaje mientras espera su turno.
– Me vine disfrazada –escribe-. Para saber lo que pretenden, hay que meterse entre ellos.
Cada comentario que envía lo sigue de una larga risa –que escribe, ella está seria, casi que atemorizada- y una mirada alrededor, para controlar que nadie la observa y no corre ningún riesgo.
– Espero que no me hagan nada –sigue. Y escribe otra vez su risa.
La escena parece empecinarse en exhibir un antagonismo en el uso del cuerpo que fue una constante en los tres días del Encuentro. La señora de encubierto, se disfraza: tiene que simular, se repliega ante los cuerpos desnudos, pintados, transpirados, desaliñados, en plena acción expansiva. Hay algo que saca de lugar, descoloca: una incomodidad instalada en el centro de las rutinas de los ciudadanos comunes, habituados a sus costumbres, inamovibles.
La puerta de la Facultad de Humanidades está llena de mujeres, que se amontonan en la puerta, después de una actividad. Una mujer mayor observa desde enfrente. Por ahí pasan dos pibes caminando.
– Por fin hombres – respira la señora.
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En la plaza San Martín hay cinco baños para más de 80 mil personas. Está repleta, casi sin espacios vacíos. Es difícil encontrar un lugar para mear escondido. Hay que irse hasta algunos de los bares de la redonda. Esa comodidad autoproclamada del varón de mear donde quiere, queda suspendida. No se puede mear, hay que irse a otro lugar. Unas pibas, en cambio, caminan hasta unos arbustos y se ponen a mear agachadas. La hicieron fácil, apenas se las ve. Terminaron y siguieron. Esa reversión de insolencias que devienen capacidad resolutiva, insumisión, fueron dándose arreglo durante el Encuentro, como desarmando las asignaciones de roles, las escenificaciones, las formas de interactuar en los espacio públicos.
Esa misma activación y contagio de las miles de mujeres corriendo por Oroño unos minutos después. Desde algunos colectivos que esperaban en la bocacalle, los pasajeros sacaban fotos y se sumaban a los cantitos. Uno de los choferes también levanta los brazos y canta con la marcha. La contracara es el taxista que una cuadra antes, aceleró y pasó puteando; o los autos desesperados a bocinazos que se metieron mal, sin tener noción de lo que sucedía en la ciudad.
El Encuentro fue creación de una zona donde se pusieron en crisis paradigmas rectores, modos de relación, derechos, legislaciones, relaciones de pareja, trabajo sexual, vínculos sexoafectivos, universos simbólicos y sensibles, deseos, sensaciones, imaginarios. Una reconversión de la crisis de seguridad que se orquestaba a su alrededor: un momento de nuevos modos de encuentro, solidaridad y creación, en una ciudad convulsionada, temerosa y en guardia; un encuentro entre militantes feministas, interesadas, autoconvocadas, jóvenes, adultas, orgánicas, sueltas, una heterogeneidad creativa y potente que latió durante las tres jornadas, frente a la predisposición opuesta de la Catedral cercada y cubierta con un preservativo: profilaxis y violencia diferenciadora.
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Calle Moreno. Distintas delegaciones esperan la formación de columnas para arrancar la marcha. Todavía falta bastante, recién finalizan los talleres y las mujeres se van convocando a la plaza y sus alrededores. Una columna ya está preparada. Algunas están en tetas, pintadas, otras con instrumentos de vientos y redoblantes. Cantan y bailan, mientras esperan. Antes de llegar, una piba pasa por al lado, mira confundida y se apura. Al rato vuelve, acompañada de una amiga.
-Me da un poco de temor- le dice, sin detenerse. Las dos cruzan la calle y se pierden para el lado del río.
Las tres jornadas del Encuentro, la plaza feminista, la intensidad permanente, los grupos de mujeres dando vueltas por la ciudad, son una masiva impugnación de las lógicas penalistas que se desprenden del temor. Cuerpos indóciles asumiendo el valor político de su indocilidad. Ese resquebrajamiento es intolerable para los sectores que se perciben interpelados con la denuncia misma de esas mujeres estando ahí, los que deducen la penalidad como condición previa de cualquier libertad.
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Difícil una imagen que sintetice mejor la alianza de fuerzas activas que sobrevivieron a la dictadura con total impunidad: los militantes católicos –en su mayoría jóvenes- armando un anillo alrededor de la Catedral para rezar, protegidos por un imponente operativo de seguridad. Una premeditada teatralización del pacto civil-eclesiástico. Breves capturas del terror: la Guardia de Infantería emboscada detrás del vallado de la Catedral, esperando los disturbios que, con su misma operatoria, estaban produciendo.
El acuerdo de seguridad entre el gobierno provincial y nacional luciéndose bajo la forma de una barrera de policías disparándole a militantes y periodistas. Unas horas antes, la intendenta Mónica Fein y el gobernador Miguel Lifschitz acompañaron desde el palco oficial la procesión de la Virgen del Rosario. Los acuerdos políticos subsisten desde esas gestualidades mínimas que traman lo cotidiano. El Encuentro de Mujeres consiguió hacer visibles esas continuidades procesistas que recobran vigor y ferocidad.
Los pocos vestigios de Estado laico se desmoronan ante la honestidad terrible de esa alianza represiva que se prolongó durante toda la democracia, como una capa inferior y precedente del sinceramiento que ahora lo saca a relucir. Esas alianzas que en Rosario se alargan en la avaricia empresarial –exportadora, financiera e inmobiliaria-, la prepotencia de las cúpulas judiciales y la extemporánea influencia de la Iglesia. Son los que salieron ilesos y vuelven a poner en práctica parte de sus imaginarios exterminadores. Para el gobierno provincial y municipal, la seguridad debía ser para los grupos de militantes católicos, no para las ochenta mil mujeres que marchaban y a las que expuso a proyectiles antidisturbios, corridas y gases lacrimógenos.
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Minimarket de Buenos Aires y Rioja. Ya pasaron los incidentes, las columnas se dispersaron y las organizaciones intentaban llegar a la explanada de los galpones donde se hacía la peña. Tres hombres, dos jóvenes, el otro por encima de los sesenta, fuman y comentan las primeras repercusiones de los hechos. Un relato que se empezó a trabajar antes de que comenzara el Encuentro. Los vinieron a buscar; llegaban con palos y barretas; prendían fuegos y gritaban alrededor; son unas quilomberas que vienen a pudrirla; retratos de barbarie aterrorizante que se dan forma con sentidos ya definidos, cerrados, que venían anticipando y formateando el conflicto. La intencionalidad política del operativo policial está dada por esa campaña de pánico y criminalización instalada semanas antes del Encuentro.
– Era sabido- confiesa el jefe del operativo ante la cámara de Emergente que mostraba en vivo la represión.
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Apelando a la defensa de las fuerzas de seguridad ante una agresión de radicalizados, se pone a funcionar el castigo corrector. Legítima defensa ante el desborde, el prudente uso de la autoridad violenta, tan reclamada. El escenario de crisis se legaliza en las figuras de infiltrados, vándalos y anarquistas extremistas. Se necesita la desviación a corregir con la fuerza.
Aunque hasta la última de las acciones de las manifestantes es en respuesta a una provocación anterior. El cerrojo policial, la puesta en escena en la Catedral y la Guardia escondida, es la primera violencia, pensada con antelación, dispuesta desde la tarde. Confundir una pequeña parte con la totalidad del Encuentro es un sesgo en principio malintencionado.
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Si lo revolucionario es un fenómeno erótico, de la prolongación sensible de los cuerpos, por Rosario anduvo un gran cuerpo erotizado, insurgente, materia vivida que tuvieron que aplacar con balas y gases. Desde las plazas con música y baile, los talleres, los festivales, se desdibujó el mapa de la ciudad. Los cantos de la marcha fueron un inmenso mosaico de imágenes, alusiones a realidades locales, problemáticas, conflictos, intercambio de prácticas y experiencias. Distintas entonaciones que tonifican esa voz colectiva femenina, inesperada, estremecedora, interrogante. La gente, ese fantasma generalmente indiferente, no pudo evitar verlas, escucharlas, percibirlas, conmoverse. Aún para decir que durante un fin de semana, por la peatonal “no se podía caminar”.
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Algunas horas después de los incidentes, el ministro Pullaro introdujo la hipótesis de la participación de infiltrados y adjudicó los desmanes a un grupo de 200 activistas que se desviaron del recorrido y exigieron hacer un ejercicio “correcto y extremadamente profesional” del operativo de seguridad. La protocolización de la protesta social es llevada al lenguaje. La seguridad es una cuestión puramente técnica para contener desviaciones. Así entendido, el conflicto es una anomalía que justifica la aplicación enderezadora. La política se vuelve asunto de diagramas y recorridos: desentendida de los matices y ambivalencias de las acciones colectivas, la vitalidad del movimiento de los cuerpos en marcha.
Esas mujeres conmovieron la ciudad: semejante desviación se corrige con balas. No se trata de ejercicios de derechos, la vulneración estructural, que inevitablemente surge violenta porque es violencia todos los días. Los disparos policiales son el salvamento último, brutalizado, de las represiones cotidianas. Ante el avance de un cuerpo político activo, femenino, la última respuesta es prepotencia. Si el objetivo era quebrar la marcha, lo hicieron desde el núcleo simbólico que potenciaría las tres jornadas. La emboscada eclesiástico-policial logró quitar la imagen última, el Monumento rebalsado de mujeres que durante tres días discutieron, gritaron, bailaron, hicieron de la ciudad un lugar nuevo, repleto de otros sentidos políticos, hinchado de posibilidades.
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En esa presencia formidable, la ciudad surcada por una columna interminable de mujeres, quedan expuestas las distancias de los tiempos institucionales respecto a la calle. El repudio moralista e higienista del vandalismo se acopla a esas tardanzas. La pintada pronuncia urgencia, reclama contra violaciones, humillaciones, explotaciones, denuncia el hambre, el sometimiento, las consecuencias de ajustes y tarifazos. Las consignas en las paredes resumen la heterogeneidad vivaz del Encuentro. Lo que es pedido desesperado, reclamo impostergable, necesidad; las instituciones lo traducen en demanda a tramitar, una solución administrativa que extrae las densidades de los fenómenos y los demora. En esa lógica de cliente que reclama-el Estado que satisface, la represión es parte de un procedimiento ordenador.
Pero las paredes de la ciudad hablan, expresan, sienten lo que pasó. A diferencia del buen vecino que lamenta el vandalismo de los grafitis, sin afligirse por las mujeres que recibieron los perdigonazos ni el porqué de ese Encuentro que lleva treinta y una ediciones. La valorización financiera que organiza sentimientos, prácticas y aprecios en Rosario, pocas veces tendrá mejor exposición: cuidado de las paredes inmuebles, abandono de los cuerpos. A diferencia de los edificios escrachados, esas mujeres no son objeto de inversión. Se están resistiendo a eso y se hacen punibles.
El pedido de paredes limpias, sin escraches, da por entendida una idea de la pulcritud como valor civilizado, un factor de diferencia, un primer ellos-y-nosotros en la distribución de derechos y libertades. La movilización pensada como cumplimiento civil, asunción de una responsabilidad, ciudadanía que fluye sin dejar marcas. Vaciada de lo político, la complejidad pesada, las pasiones degradantes, la furia que impulsa, la reivindicación desafiante, el hedor que deja huellas. Una expresión límpida que no produzca efectos imprevistos y, finalmente, no proponga modificar nada. Que la ciudad quede limpia y reluciente, como la encontraron, como si no hubiera pasado.