A diez años del asesinato del maestro Carlos Fuentealba, las palabras de una docente rosarina que lo recuerda, Betty Jouve.
[dropcap]M[/dropcap]arzo y abril son meses claves en la vida de la docencia y de sus familias. Año a año salimos a las calles a manifestar por el derecho al salario y por condiciones dignas para enseñar y aprender. Por eso no es producto de la casualidad que fue un cuatro de abril la fecha en que asesinaron a Carlos Fuentealba.
Como si fuera ayer recuerdo la tarde en que llegó la noticia de la represión en Neuquén y el saldo desgarrador de un compañero gravemente herido.
La espera se hacía larga, pero horas después los viejos celulares comenzaron a indignarse: mataron a un maestro, las tizas no se manchan de sangre. Así nos avisamos unos a otros para salir a gritar la impotencia y el dolor, pero sobre todo a bramar por las calles pidiendo justicia.
Al principio no lo conocíamos. De a poco fueron llegando las fotos, las anécdotas sobre su vida, los relatos de quienes tanto lo querían y valoraban. Carlos el obrero, el militante, el compañero de Sandra, el padre amoroso, el defensor de la democracia sindical, el profesor del año, el que sabía pelear en las calles y en las aulas. Carlos, el de la camperita violeta. Neuquén estaba allá lejos, pero todos la sentíamos tan cercana.
Una herida profunda se abría sobre la docencia de todo el país. Mantengo intacto el recuerdo de los chicos y las chicas en la primaria, regalándonos dibujitos y cartitas, tratando de calmar nuestro dolor.
A pesar de los años esta herida no se cierra.
La justicia no fue completa para Carlos, porque los responsables intelectuales de su asesinato siguieron impunes.
Y porque las condiciones materiales que produjeron este crimen permanecen intactas. De norte a sur, los docentes debemos salir a las calles a defender el valor de nuestro trabajo, así como mejores condiciones de enseñanza y de aprendizaje para nuestros chicos y chicas.
Este año la deslegitimación a los maestros y a las escuelas públicas pegó un salto. Amenazas, descuentos, extorsiones. Pretenden así enfrentarnos al resto de la comunidad.
Por eso es que después de diez años siguen llorando las aulas.
Pero la vida sigue. Y seguimos nosotros, insistiendo. Intentando romper pactos lingüísticos entre gobiernos, salarios bajos y vidas resignadas. Apostando a mundos nuevos en las escuelas de paredes grises. Inventando futuros felices en cuentos de profecías anticipadas.
A veces un profundo cansancio se apodera de nuestros cuerpos y de nuestras miradas. No sé a ustedes, pero a mí más de una vez me pasa. Y aún así, sé que llenaremos una y otra vez las plazas de guardapolvos y banderas, porque acá no se rinde nadie.
Habrá que gritar de nuevo y más fuerte, porque todavía no nos escucharon.
Para que lo conozcan las nuevas generaciones de alumnos y de maestros.
Para que no se naturalice este nudo en la garganta.
Para que no se borre su huella, prometí una vez escribir cada año la historia de Carlos Fuentealba. Y voy a cumplirlo, aún cuando las palabras se agolpen repetidas y el teclado hostil tensione mis dedos y mi espalda