Las intersecciones en la biografía de Gala, hablan de un cuerpo que aloja la frondosa diversidad originaria, villera, travesti y de ancestralidad africana que sobrevive en territorio latinoamericano.
Fotos: Mariana Terrile
Una silueta barroca, barrosa, se recorta en las escalinatas de la Plaza Libertad. Estamos en territorio marica, en el país travesti. Sobrevuelan los espíritus de las ancestras que se refugiaron en sus canteras. Gala Curimba lo sabe, y allí empieza su rogativa, su invocación. “Sino estamos nosotras no hay fluidez de la energía para que se pueda llevar adelante la celebración”, explica. Hablamos de la escena ballroom en Rosario, pero también de la Curimba, el grupo de personas que dentro de los cultos de matriz afro se dedican a la música y a la danza.
Orishas y caminantes se funden en un rito sincrético que desafía las leyes de la física y velan, desde lo etéreo, por el bienestar de la comunidad translesbomaricona que se congrega en torno al movimiento kiki. “Nosotras como practicantes de esos cultos somos necesarias para la escena ballroom”, abunda para describir el origen de la Casa Curimba donde ejercita la maternidad. Me dice que para ser madre primero hay que ser amiga, que eso lo aprendió de su mamá mostricia. Y que ante todo “es saber acompañar, dar ese abrazo que las propias familias negaron”.
Porque Kiki, asegura, quiere decir familia: “Cuando en los clubes nocturnos, en las ferias neoyorquinas comienzan a suceder los balls, no permitían el ingreso de menores. Sin embargo, ya había pibes en situación de calle que no podían habitar esos espacios, entonces se crean escenas más pequeñas dentro de los circuitos callejeros para que esos niñes puedan sumarse a esos clubes nocturnos”. Dar apañe, contener, sentirse parte de una comunidad. En Nueva York, o en la América mestiza ser puto y ser pobre era, y aún es, un doble estigma.
Nosotras somos descendientes de los pueblos originarios. Y decimos que América es crisol justamente porque recibió a las personas que fueron traficadas a través de la esclavitud a las colonias portuguesas y españolas que también se vieron minorizadas y denigradas a un servicio
Por eso Gala se reivindica marrona de barrio. Y confluyen en su cuerpo-territorio la frondosa diversidad étnico-racial que habita este territorio complejo e insurgente llamado América Latina. “Nosotras somos descendientes de los pueblos originarios. Y decimos que América es crisol justamente porque recibió a las personas que fueron traficadas a través de la esclavitud a las colonias portuguesas y españolas que también se vieron minorizadas y denigradas a un servicio”. Resuenan en sus palabras la letanía de los tamboriles que resistieron al genocidio.
¿Pero qué es ser marrona en un contexto argentino? “Significa encarnar una identidad que proviene de la villa, del barrio, de un pueblo originario” sostiene mamá Curimba, y agrega que la marronitud surge como respuesta al paradigma del colorismo que divide a las personas en blancas o negras.“En una cultura que está muy blanqueada, en un contexto blanqueado, aparece como una forma de empoderamiento para las personas que no pertenecen a ninguno de esos espectros lógicamente señalados por el ojo blanco”, indica.
¿Pero qué es ser marrona en un contexto argentino? “Significa encarnar una identidad que proviene de la villa, del barrio, de un pueblo originario
No es casualidad entonces que la cultura ballroom, por sus orígenes en los grupos marginados de la sociedad neoyorquina, haya calado profundamente en territorio latinoamericano durante los últimos tiempos a partir del auge de la serie “Pose” y de la revisión del documental “Paris is burning” que inmortalizó la existencia de casas y familias de la disidencia sexual a fines de los años 80’. “Claramente lo que milita ballroom desde el vamos son las personas racializadas y las disidencias sexuales. La runway nos sirve como el escenario que siempre nos fue negado”, sentencia.
Como ejemplo de esa realidad, cuenta que a las integrantes de Casa Curimba les tocó darse cuenta que “ninguna tuvo acceso a una academia de danza”, o a estudios profesionales en el campo artístico. Será por eso también que hablar de la escena ballroom se vuelve central en toda una generación que encontró en esa forma de congregación social un punto de fuga a la heteronormalidad que penaliza por igual a la putez y a la clase social. “Cuando hablamos de ballroom nos referimos a una dinámica creada por putos y para putos”, explica.
Sin embargo, lejos de ser un espacio cerrado (los famosos ghettos gays) la movida sucede casi siempre en espacios públicos, de noche o de día, y construye un espíritu de participación popular en la que todes, de una u otra manera, pueden sentirse parte: “Es un espacio para que muestres el culo. Siempre va a existir la marica que cuestione eso, sin embargo lejos de señalarla la invito. Vení, sumate y sé parte de esto. Pero yo creo que puto que no se sienta interpelado por ballroom, entonces mi amor, cuestionate tu mariconeo”.
Y es que participar de la escena implica también un compromiso que excede a las técnicas y categorías que aparecen en disputa: “Es un estilo de vida. No es un proceso técnico, es un proceso personal, de apañe, de abrazo, de aprender a reconocerse. He visto personas que se han sentido interpeladas como identidades travestis, personas que se han cuestionado su marronitud, personas que se descubrieron no binarias. Ver todo ese proceso, poder abrazarlo es una de las cosas más bellas que te brinda todo esto, porque no dejamos de ser comunidad”.
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Gala Curimba habla con autoridad. Es una matrona de pies descalzos y palabra ornamentada. Desmenuza conceptos, articula ideas, lanza provocaciones en el aire y se corona como la auténtica lenguaraz de la tribu. Es consciente de su axé, de su poder de seducción cuando está frente al público. “Ante todo soy una mujer del espectáculo”, declara. Protegida por Oxum, una de las deidades más importantes dentro de las religiones africanas, su espectro de acción llega incluso al teatro de revistas, y al mismísimo chamamé.
La música del litoral hizo nido en su guitarra, y una voz de río y tierra emergió como testigo de su propia historia familiar. “Mis abuelos eran correntinos, nunca los llegué a conocer pero sentí que era la conexión que tenía con ellos”. También Entre Ríos y Tucumán aparecen en el mapeo genético de la musicalidad que germina en su garganta: “El chamamé tiene el poder de contar historias de personas olvidadas. Yo quiero que esas personas sigan teniendo representatividad, como me gustaría que también mi comunidad tenga representatividad”, confiesa.
Ahora es el folklore, como recién lo fue la escena kiki, el que se adhiere al carrete de una identidad puteril, marrona de barrio pero también de provincias: “Me tocó darme cuenta que era puto y que estaba haciendo folklore, hasta que lo fusioné y entendí que me servía a mi pero también a la comunidad”. ¿Cómo reciben tus canciones les putes?, le pregunto: “Con mucho amor. Porque siento que me desnudo cuando estoy cantando. Puedo tener un montón de facetas, pero cuando vos me escuchas con la guitarra es porque me desnudo. Y no lo hago delante de cualquiera”.
El chamamé tiene el poder de contar historias de personas olvidadas. Yo quiero que esas personas sigan teniendo representatividad, como me gustaría que también mi comunidad tenga representatividad
‘De Caa Catí a Mburucuyá, más de quince leguas hay que atravesar’, canta la joven acompañada de su guitarra y el sosiego del auditorio, que la sigue atenta, se transforma en emoción genuina. En los ojos de doña Blanca, que canta bajito junto a ella, se puede descubrir el ardoroso paisaje correntino y el puente que la cantora sabe tejer con amorosidad marica entre varias generaciones. Pide silencio y respeto a la platea, y lo retribuye con la transparencia de una voz que multiplica historias de este pueblo olvidado que su canto pretende reivindicar.
En su carrera musical, proyecta llegar a Cosquín algún día y de ahí a toda latinoamérica: “Si Ramona Galarza era la novia del Paraná, yo quiero ser la trava del Paraná”, dice entre risas pero habla en serio. Sabe de sus condiciones para serlo, pero reconoce las dificultades de encarnar una identidad disidente en un ambiente machista y con resabios ltgbiodiantes: “Mi amor, no está muerta quien pelea y sé que en algún momento me va a tocar”, asegura confiada en el porvenir, mientras invoca la memoria de sus referentes: Teresa Parodi y Mercedes Sosa.
Si Ramona Galarza era la novia del Paraná, yo quiero ser la trava del Paraná
“Mercedes contaba que cuando los vecinos estaban cocinando la madre los sacaba de la casa para que ellos no sientan hambre. Entonces pensaba cuántas veces eso le tocó a una”. No hay martirio en su relato, pero sí dolor y conciencia de clase. Gala se crió en el barrio Las Heras, en la esquina de Pavón y Benito Juárez, a cuatro cuadras de Tablada: “Yo era la hija del negro Cunta, en esa época era el hijo del transero más de moda que había en aquel momento. Me acuerdo que te vendía el pucho individual, no la flor ni toda la mar en coche”.
En su evocación del barrio, las imágenes brotan estremecidas y caóticas por la urgencia del recuerdo: “Tenía seis o siete años y me acuerdo de toda mi familia yendo al velorio de un conocido que lo habían apuñalado con tan solo 13 años. Fue algo que con el tiempo tuve que empezar a naturalizar porque cuando te hacías amigo de alguien o cuando tenías un conocido lo mataban”. También habla de una balacera, un 25 de diciembre a las 6 de la mañana, mientras estaba sentada en la puerta de su casa con un grupo de amigues.
¿Cómo sobrevivir a la violencia como hecho cotidiano en la vida de una adolescente? “Un lugar de contención fue la capilla del barrio”, contesta.
Allí aprendió a tocar la guitarra, estudió inglés y hasta ingresó al seminario con 13 años: “Cuando salí ya tenía otra perspectiva de lo que era el barrio, pero una no puede dejar nunca su identidad, a pesar de que empecé a tener muches amigues del otro lado de la frontera”. ¿Resistir? No. Me dice que a ella le tocó escapar para sobrevivir: “En el barrio vos podés ser transero, choro, violador, menos puto”, sentencia.
Sin embargo, Gala se reivindica también en su identidad de puto de barrio como una forma de volver, en toda su plenitud, al lugar que le dio los días más felices: “Hay maricas que salen del barrio y se pegan un viaje porque tiene un departamento alquilado. Dale crota, ¡no tenés dónde caerte muerta! Pero eso más allá de todas las vivencias que una ha pasado, si vuelvo al barrio es porque fui feliz. Me gusta reivindicarme de barrio, puto, puta, marrona”.
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No hay epílogo posible para esta historia. Gala Curimba es movimiento perpetuo, acción continua, gerundio vivo. De la costa argentina a Paraguay sin escalas, del barrio a la escena ballroom con estridencia, y de allí a la intimidad de su guitarra chamamecera pasando por el culto religioso. Todas las intersecciones de su biografía confluyen con vigoroso frenesí. Me quedo sin palabras frente a la voracidad de una vida que acontece con urgencia, con el tiempo ganado a su favor y contra la crueldad de un sistema que corroe la mera existencia.
¿Ya hablamos del teatro de revistas? Casi nada, aunque merece un spin-off en esta serie solo para contar que ese ambiente, hostil por momentos, también le dio la posibilidad de reconocerse en la identidad travesti: “Me doy cuenta que me empiezan a decir señora cuando salgo del teatro, entonces digo, ah bueno, yo también soy una travesti”. Y es que con sus compañeras entendieron que ya no era transformismo lo que sucedía en el escenario. “Con semejante par de tetas no le podés decir que sos transformista ¡amiga son al natu!”
Como telón de fondo para esta escena que nos hemos montado, la Plaza Libertad aparece plagada de niñeces en el atardecer de un día cualquiera y la energía colorinche de nuestras hermanas tutelando el encuentro. Como arañas finas y laboriosas, tejemos la trama que contiene esta historia, pero que refleja en su espíritu la lucha cotidiana del puterío translesbodisidente. “Soy cualquier cosa, pero talentosa”, dice Gala como seña de identidad. Y yo le creo, mirá sino voy a confiar en mis hermanas.