La prohibición del uso del lenguaje inclusivo en la administración pública volvió a levantar las alertas de lo que simbólicamente está llevándose puesto este gobierno. ¿Cómo podemos analizar la materialidad de esta serie de medidas anunciadas como parte de la “batalla cultural”?¿Es el programa ideológico de la política algo disociado de los hechos y acciones que impactan contra unos cuerpos y unas vidas concretos?.
Ilustración: Sofía Valdes
Las palabras con connotación bélica suelen estar disponibles cuando tenemos que nombrar conflictos en general. Ya lo analizó Susan Sontag, en su ensayo “La enfermedad y sus metáforas”, donde encuentra que “las metáforas militares contribuyen a estigmatizar ciertas enfermedades y, por ende, a quienes están enfermos”. Así, aumentada en la metáfora, se justifica combatir la peligrosidad que representan la enfermedad y los enfermos. En este contexto, entonces, ¿quiénes son los “enfermos” contra los que apunta la “batalla cultural” del gobierno?¿Qué cuerpos y qué vidas se busca combatir?.
Paciencia con este sketch
Así suele anunciar el comediante Guille Aquino el momento de sus videos en el que se adentra en un terreno fangoso. Nos anticipa que el humor sí se puede meter con lo supuestamente intocable. En el sketch, el comediante rompe la cuarta pared, mira directo a cámara y, por ende, nos mira. Ese guiño busca la complicidad. Le tenemos paciencia porque nos dará a cambio una cuota de sarcasmo, la posibilidad de liberar en risa lo que no podemos desarmar en la vida cotidiana.
En el estrado al que se asoma para dar su discurso en el colegio Copello, Javier Milei vuelve su mirada al auditorio adolescente con la misma actitud que Guille Aquino frente a la cámara. Se acaban de desmayar dos jóvenes a sus espaldas y él hace un chiste. “Los nombro y se ponen nerviosos”, dice, relacionando el incidente con su discurso en el que acababa de señalar cómo en el Foro Económico de Davos había apuntado “contra los zurdos”. Pero Javier Milei no es un comediante, es el presidente. Y pactar con ese humor demasiado cercano al bullying, tiene un costo.
Se invoca la paciencia para decir que hay que darle tiempo al gobierno y dejarlo gobernar, y también se la invoca cuando se invoca el altruismo de hacer un sacrificio, de tolerar en el tiempo medidas asfixiantes en lo económico, sobre todo para la población empobrecida, que ya es más de la mitad del país.
¿Todavía tenemos que ser pacientes para entender el chiste?¿Lo que creímos haber alcanzado en términos de derechos es intocable?¿Tenemos que dejar de lado los números y el contexto recesivo cuando la cuestión son las palabras? ¿Cuál es la correcta utilización e interpretación del lenguaje para hablar de lo inclusivo?
Ganar la vereda
El lenguaje inclusivo responde a un proceso que fue primero en el cuerpo y en la subjetividad y que llegó a modificar el uso de la lengua en lo cotidiano para algunas grupalidades incluso antes de que las actas de la administración pública tuvieran que reconocerlo.
Pensar que discutir el lenguaje es una cuestión superflua o secundaria sólo enmascara un argumento más en el que podemos señalar lo devastador que puede ser la materialidad del conservadurismo que encarna este gobierno. Pero no es la primera vez que se anuncia la medida de prohibición del uso del lenguaje inclusivo. En junio de 2022 la ministra de educación porteña, Soledad Acuña prohibió el uso del lenguaje inclusivo en las escuelas de la ciudad y alentó a denunciar a les docentes que lo utilizaran. Tampoco esta medida es la única situación en la que podemos ver cómo la construcción simbólica de sentidos refuerza cambios políticos que vienen ejecutándose hace tiempo, no sólo desde el oficialismo, sino desde los medios que representan sus intereses.
En la nota “Manual de instrucciones para hablar con e” de Revista Anfibia de junio de 2022, Emmanuel Theumer, docente Investigador de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional del Litoral, en pleno conflicto con la medida porteña de prohibición del lenguaje inclusivo en las escuelas, decía que “la inclusión a través de la lengua puede, en el mejor de los casos, ser una voluntad de inclusión, un horizonte en sucesiva expansión (…) A mi me gusta pensar el uso de la x o de la e como ejercicios de desestabilización de una lengua generizada, como fisuras a la seguridad ontológica que produce esa lengua. Por algo suscita enojos, risas, escollos, incomoda. Un modo de asumir que estamos arrojados a la cultura”.
Ni las escuelas porteñas ni las del resto del país tienen incorporado el aprendizaje del lenguaje de señas, ni se ha dejado de decir “trabajo en negro” para referirse al trabajo informal o precario, sólo por citar algunos de tantos modos de inclusión que podríamos modificar desde el lenguaje. En este sentido, cabe retomar las palabras de la ensayista española Brigitte Vasallo que, señala que “quienes se oponen a estos cambios aduciendo razones lingüísticas e incluso algunos que los ridiculizan los atribuyen a una voluntad de la izquierda de centrarse demasiado en reivindicaciones simbólicas”. Esta disputa, dice también, tiene que conducir a “discutir también sobre quién tiene el poder de decidir sobre el lenguaje y sobre cuáles son los límites de la inclusión, especialmente cuando hablamos de clases sociales”.
Es así que la “innecesaria mención del femenino” (en palabras del vocero presidencial, Manuel Adorni) como la eliminación de las letras que representan un uso no sexista en términos de género en el lenguaje, desnudan no sólo la misoginia del régimen político libertario, sino las consecuencias materiales concretas que esto puede implicar.
La intelectual Beatriz Sarlo, en entrevista con Reinaldo Sietecase puso como ejemplo histórico el caso en el que “La escuela argentina luchó por imponer el tú y el tú no pudo ganar, porque no pudo ganar la vereda. La lengua no se cambia de ese modo”. De hecho, como dijo Sarlo, “si lo quieren prohibir es porque es importante”, no sólo por el espacio ganado en las veredas, las calles, las aulas, sino porque ese espacio de representatividad es el que no están dispuestos a ceder en el marco de las instituciones.
Paciencia, una vez más. En esta crónica de restricciones y recesiones anunciadas lo dicho es tan burdo como lo que se busca alcanzar. Lo que se dijo que se haría, es lo que se llevará adelante. Les que pagaremos las cuentas millonarias y les que atajaremos la violencia sexista y misógina con nuestros cuerpos, somos cada vez más.
Pará pará pará… ¿vos me estás queriendo decir que…?
Desde la campaña y a lo largo de las elecciones que resultaron en la recién estrenada presidencia de Javier Milei, la distancia entre lo que se dice y lo que se hace parece haberse acortado en los hechos y divorciado en las palabras. La afirmación “no va a hacer lo que dice que va a hacer” comporta la especulación sobre un escenario en el que lo que se espera o se supone, se alejará de lo manifiesto en la literalidad. ¿Es este un problema de la verosimilitud de los enunciados o de la capacidad de interpretación de los públicos y audiencias? ¿Es que hay quienes no la ven, o es el uso del lenguaje y la retórica un recurso a mancillar a la par de los derechos adquiridos?¿La forma de leer la realidad implica abrazar un gran malentendido o abandonar toda lógica razonable de análisis de discurso?
La lógica a lo Fantino, de hacer como que no se entendió, repreguntar lo dicho y subrayarlo para que pueda volver a decirse con más rimbombancia cualquier enunciado, llegó para quedarse. No es descabellado pensar que la sincronización de ciertos anuncios a la par de la implementación de ciertas medidas de ajuste, esté modelada estratégicamente en la distracción y el desgaste que genera la reacción a las afrentas sobre los derechos obtenidos.
Pero a la vez, la relación entre lo dicho y lo hecho es desproporcionada. Resulta así que en la literalidad de los anuncios se excede la imaginación y la capacidad de analizar lo que sucede a la par que se organiza la supervivencia cotidiana. La forma de ganar apoyo político se asemeja cada vez más al intercambio en redes sociales, donde adherir y repudiar son dos caras de una misma moneda. La relación entre la acción y la reacción se regula por fuera de los acuerdos y pactos sociales, en ausencia de debate y entre publicaciones y comentarios donde prima la inmediatez, la violencia, y la desproporción.
La palabra es una materia opaca: no todo texto representa literalmente lo que enuncia. Pero el uso del discurso desde el oficialismo ejercita a diario esta aparente transparencia de lo dicho. Es así que cuando nuevamente Adorni anuncia el 8 de marzo, día internacional de la mujer trabajadora, que el salón de las mujeres va a pasar a llamarse salón de los próceres y repasa el porcentaje de mujeres en el gabinete de gobierno desde Nestor Kirchner a hoy, parece dar por sentado que el 45% de mujeres en el gobierno de Milei son representativas para los intereses de la población total de mujeres del país.
Entonces ¿con qué herramientas vamos a leer la realidad, cuando la posibilidad de trazar relaciones entre lo dicho y lo hecho se deshilachan continuamente?
Un país normal
¿Qué se da por sentado cuando se dice normalidad?¿Qué se niega, condena o reprime?¿A qué normalidad apunta el gobierno de Milei cuando repiten este enunciado desde todos sus frentes?
Es habitual que lo que se considera discurso oficial tenga ciertas formalidades. La forma, como se dice, está compuesta (valga la redundancia) de “formalidades”: lugares donde el discurso es tomado como válido, recursos como el uso de voceros, firmas y sellos, entre otros. Pero la forma, como podríamos decodificarla, está rota. Los más de 300 (re)twits por día del presidente son tomados como parte de su discurso, las medidas a implementar son ejecutadas por fuera de las vías constitucionales y la flexibilidad que nos trajo la libertad que festejan, poco tiene que ver con las condiciones estructurales necesarias para poder decidir sobre el curso de nuestras vidas.
La (in)formalidad avasallante de las comunicaciones de gobierno y de la conducta del propio presidente hacen que sea muy difícil distinguir el matiz de la reacción que sería propicio aplicar cada vez. ¿Cuánto se oponen la restricción sobre el uso del lenguaje no sexista a las treinta mil bajas de apoyo a les trabajadores de la economía popular, con las cuales se impide el acceso a un plato de comida en su mayoría a mujeres madres y jefas de hogar?¿No hay acaso un correlato entre las medidas “simbólicas” y la absoluta falta de interés y presupuesto destinadas a las políticas de género por este gobierno, desde el desguace del Ministerio de la Mujer (hoy secretaría) que dejó sin soporte a los programas destinados a reducir la brecha de género en lo económico y lo laboral?¿Es normal que un gobierno actúe ignorando el peso histórico del movimiento que aglutina a los feminismos y disidencias y que, aún hoy, es el único que inunda las calles como ninguna otra fuerza política?¿Es la criminalización de toda expresión de protesta homologable al peligro “rojo, rojísimo” como si estuviéramos recién saliendo de la segunda guerra mundial y se dirimiera el mundo entre el capitalismo y la democracia liberal o el socialismo y el comunismo?¿Se puede volver a llamar guerra a la violencia ejercida desde la (aún) vasta cantidad de recursos del estado sobre una población asfixiada?
La violencia de lo simbólico es una violencia material. La preocupación intelectual y creativa de cómo hacer un mundo vivible parece no tener valor en este contexto. Lo que hubiera resultado inaceptable entra cada vez más en el terreno de una tolerancia hambrienta y desvalida. Lo vemos a diario: a las palabras se las agrieta, se las fisura, se las desarma. ¿Podemos volver a desear que otros sean lo normal?