En el lejano oeste rosarino, allá donde la ciudad traza la continuidad con la provincia de Córdoba mediante la autopista, el barrio Santa Lucía resiste desde el afecto. La comunidad enlazada y un vínculo cercano entre el Estado, las familias y las organizaciones eclesiales y de base. El faro creativo: la escuela pueblo y la potencia de una biblioteca popular. Las resistencias del 2001 y las actuales. El desamparo y la falta de comida. Un libro, Messi y la número 10. ¿Con qué sueñan los pibes del barrio? El altar de la memoria y el duelo de los jóvenes asesinados por la violencia urbana. Las calles de las mujeres donde anidan las revoluciones cotidianas.
Texto: María Cruz Ciarniello / Foto: Enredando
El mate está recién preparado. Es un miércoles de junio, de esos días helados de lo que será el segundo invierno más frío de los últimos 60 años. En la sala de dirección, la imagen del maestro asesinado Carlos Fuentealba dice presente en los afiches gremiales. La oficina es pequeña, tiene un escritorio con una computadora, algunos papeles y a un costado, una ventana que mira hacia el patio central como lo hacen todas las aulas de la planta baja y el primer piso. En una pared hay dos cuadros colgados: uno con las fotos de la muestra “Ausencias” de Gustavo Germano y el otro con las de los alumnos de 5to año que -gracias a un convenio con el gobierno de Tierra del Fuego- cumplieron el sueño de viajar hasta la ciudad más austral del país, tocar la nieve y conocer el Observatorio Malvinas. En otra, una frase rotulada será la clave para descifrar el complejo mundo que gira tanto adentro como afuera de la Escuela Secundaria Orientada N 569 “Carlos Fuentealba”: “Una escuela inclusiva que promueve derechos”.
Además del mate cocido, el abrigo también puede ser un abrazo; el fuego que entibia apenas se cruza la reja de ingreso, el que les brinda a sus alumnos Valeria Ríos, la directora desde hace seis años aunque su trabajo como docente en Santa Lucía cuente ya con veintitrés.
—Somos el último bastión donde los chicos vienen, te hablan, te cuentan, y acá se sienten seguros.
Valeria, 52 años y mamá de dos hijos, parece conocer cada angustia y cada alegría de los doscientos sesenta chicos que habitan la escuela así como se habita un refugio. Dice que Santa Lucía es su lugar en el mundo y nada escapa de un radar que tiene encendido mucho más allá de lo que demanda su cargo directivo.
Dice también que no entiende otra forma de ejercer su trabajo. Que así lo aprendió de aquellas otras maestras, ya jubiladas, que empezaron a hacer pedagogía del afecto hace más de tres décadas en un barrio relativamente chico, aislado y joven. “Yo miraba a esas mujeres y me preguntaba cómo hacían. Y ellas me fueron enseñando todo. Lo que para nosotros es lo común, en las escuelas del centro son excepciones. Acá gestionamos todo el tiempo y hay distintos modos de gestionar”.
Para sentir el barrio hay que recorrerlo. Reconocer entre sus calles -rebautizadas con nombres de mujeres que marcaron la historia como Julieta Lanteri, Macacha Güemes, Darwina Moro de Gallichio, Olga Cossettini, Débora Ferrandini- la angustia de familias que en su mayoría subsisten con changas y cirujeo. Y en ese contexto asfixiante, construir redes de contención para pibes y pibas que todavía encuentran en la escuela, el abrazo apretado para seguir andando.
Muchos alumnos llegan caminando aunque el frío se cuele por la ropa los días de invierno; aunque el calor sofoque cuando la temperatura quema en Rosario. Pero cuando llueve, hay caminos que se vuelven intransitables y ahí llegar a clase se torna casi imposible. Hay quienes viven a pocas cuadras, en los barrios pegados como los Euca y La Palmera y están los que tienen que recorrer a pie el largo tramo de tierra de la calle Estudiante Aguilar que conecta Santa Lucía con Cabín 9 y, más acá, con la zona rural, un terreno a la intemperie en el que cerca de cuarenta familias fueron construyendo sus casillas buscando un lugar para poder vivir. Santa Lucía está ubicado en el lejano oeste rosarino, allí donde Pellegrini deja de ser avenida para convertirse en la autopista que va hacia Córdoba. Es uno de los sectores más desamparados y más olvidados que tiene la ciudad.
—Por ahora está tranquilo— dice Valeria segundos antes de encender el grabador, aunque las dos sabemos que la mañana puede presentarse agitada. Cuando hace memoria y recuerda toda una inmensa experiencia pedagógica menciona el nombre de María Teresa Nidelcoff, fundadora de la escuela primaria Santa Lucía, docente, escritora exiliada en España y autora de dos libros recientemente re-editados por la Biblioteca Vigil. “¿Maestro Pueblo o Maestro Gendarme”? y “La escuela y la comprensión de la realidad”. Aunque su trayectoria no comience en este barrio sino en la zona de Ocampo al 6500, el lugar donde se gestó Maestro pueblo y donde Nidelcoff comenzó a dar catequesis en una precaria casilla, la inspiración y la huella de su legado es ineludible en Santa Lucía. Su historia se transformó en brújula.
—Se cumplen 50 años de una experiencia de educación popular que tiene que ver con esta dicotomía “maestro pueblo o maestro gendarme”, una escuela administrativa o una escuela que se hace parte de una comunidad. A nosotros nos guía este tipo de proyectos y creo que marca este camino. Tratamos de hacer una escuela pueblo.
El que habla es Federico Vega, docente de historia con diez años de trayectoria en la escuela Carlos Fuentealba. Junto a Román Gonzalez y Melina Gigli integran un equipo de trabajo, y sobre todo humano, que es un sostén para Valeria. “Ellos siempre están dispuestos”, aporta la directora que busca transmitir ese “modo” de entender la docencia a quienes la acompañan en la trayectoria educativa.
Román ingresó en el 2018 como profesor de comunicación y actualmente ocupa el cargo de secretario. Mientras prepara una segunda ronda de mates, dice: “Muchas veces pasan distintas situaciones, y vos le ves la cara a los chicos y no están bien. Acá siempre tratamos de darle algo caliente, pero a veces eso es solo la ingesta diaria que tienen. Hay una currícula que dar, pero si hay caritas que no están bien, a eso hay que prestarle atención. La clave tiene que ver con prestar atención al alumno”.
Valeria retoma la palabra para reforzar el afecto no solo como pedagogía para encarar el trabajo docente. Es el vínculo que los une y fortalece: “Yo sé que cuento con un equipo de trabajo impecable, porque siempre están. Es una estructura que ayuda a que esto funcione. Hace poco hubo días de mucha lluvia, vino una mamá toda mojada, en ojotas, temblaba de frío. Y me dice ´Valeria tengo hambre, tengo frío, en mi casa se me llueve todo, no tengo ropa ni para darle de comer a los chicos´. Y ahí, tratamos de colaborar, armar redes. Le preparamos un bolsón de alimentos, buscamos ropa, y para ella eso fue poder darle una respuesta”.
Las situaciones son extremas y también cotidianas.
—El otro día llegó un alumno con una crisis de angustia. Trato de preguntar qué le pasaba y me dice que tenía miedo de que su mamá se muriera porque estaba enferma. Intentamos calmarlo, y entonces fui a hablar con la mamá. En su casa pasa el aguatero porque no tienen agua. Su mamá está en silla de ruedas y con sonda vesical. El niño tiene 15 años y una hermana con discapacidad cerebral. El nos pide poder entrar más tarde a la escuela, porque tiene que levantar a la hermana, vestirla y esperar hasta que la busca el transporte especial. Y después de eso acomoda la casa, y recién ahí viene a la escuela. Tiene una historia tremenda y lo que hicimos fue hablar con la trabajadora social del Centro de Salud para poder ayudar a toda su familia. No entendemos otra forma de trabajo que no sea esta, articulando con todas las instituciones.
Más allá y más acá de la puerta de ingreso está la realidad. Román no la elude sino todo lo contrario. Por eso dirá, con bronca y dolor: “nosotros amamos nuestra vocación pero esto no debería ser así. Asumimos este compromiso porque aprendemos esta forma de trabajo, pero la docencia no es un sacerdocio y hay muchas situaciones que no se reconocen”.
Entonces, habrá que señalar todo lo que el Estado no hace, todo lo que los docentes tienen que hacer más allá de su trabajo pedagógico. La vulneración de derechos, la exclusión. La precaria infraestructura de escuelas que en tantos casos ni siquiera cuentan con gas para calentar una copa de leche. “Si se ejecutara el presupuesto correctamente la cosas deberían ser distintas” refuerza el docente.
“nosotros amamos nuestra vocación pero esto no debería ser así. Asumimos este compromiso porque aprendemos esta forma de trabajo, pero la docencia no es un sacerdocio y hay muchas situaciones que no se reconocen”
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¿Cómo se sostienen los lazos entre docentes y alumnos?. ¿Cómo llega una escuela a ser un faro para su comunidad?
“Los chicos valoran mucho que un maestro elija quedarse en la escuela, porque muchos vienen, titularizan y luego siguen otro recorrido. El otro día me encontré con un chico al que le había dado clases en el 2015 y después de un periplo por el que había pasado por un montón de cosas, se seguía acordando de la escuela. Es una institución que deja una huella porque vamos enlazándonos con historias, y vamos entendiendo un modo de trabajo que hace anclaje en una historia del barrio, en un posicionamiento social y con una intervención que decimos que es política en el sentido de ayudar al otro, de poder ver al otro como un sujeto de derecho. Y tratar cada día de estar atento a ese conjunto de derechos tan vulnerados a diario”.
Federico Vega habla pausado. Reflexiona, elige las palabras. “Estar con el corazón abierto”, dice cuando define el trabajo en el aula.
—¿Qué significa?
—Es una mirada humana, mirar desde el afecto. Humana e instintivamente es lo que hacemos, de poder acercarnos al otro y sentir el dolor ajeno un poco como propio.
“Es una institución que deja una huella porque vamos enlazándonos con historias, y vamos entendiendo un modo de trabajo que hace anclaje en una historia del barrio, en un posicionamiento social y con una intervención que decimos que es política en el sentido de ayudar al otro, de poder ver al otro como un sujeto de derecho”
Valeria Ríos lo escucha, toma mate, saluda a un alumno que se acerca a pedir un bizcocho y después continúa su relato en el que aparecen, como flashes, algunas de las muchas situaciones que viven a diario. Mencionará la vez en la que fueron hasta la ex Zona Cero a buscar a un alumno que había estado preso. Contará cómo fue que lograron juntar ropita para una alumna de 15 años que parió a su bebe en el taxi, o cómo tejieron en solo 24 horas una red de solidaridad entre todas las instituciones del barrio cuando en los Euca, el agua de la lluvia llegó hasta las rodillas. Hasta recordará el llamado desesperado de otra alumna pidiendo ayuda la noche en que su hijita cayó de un árbol.
En el mes de mayo, el incendio de una casa activó una vez más las redes solidarias en Santa Lucía. “Empezamos todos a compartir la información para juntar donaciones. Perdieron todo. Nos donaron colchones, bacha, ropa”, cuenta Valeria.
El compromiso político.
El corazón abierto.
El desamparo.
—Acá vivimos en emergencia, todo el tiempo.
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El origen de Santa Lucía es consecuencia de una decisión política. La construcción de la autopista Rosario – Córdoba implicó la relocalización de las más de doscientas familias, en su mayoría migrantes de Chaco y Corrientes, que vivían en lo que era la antigua Villa Santa Lucía. El traslado que se realizó en 1999 significó la creación de un nuevo barrio y al mismo tiempo, la ruptura de una comunidad ya consolidada. Entre lo nuevo y lo viejo, y una construcción de hormigón por donde solo pasan autos y camiones, la vida para cientos de personas cambió para siempre.
De un lado, y tras la lucha de los vecinos, se reubicó la escuela primaria, el centro de salud y un módulo para el centro comunitario. La escuela secundaria se creó tiempo después. Del otro quedó lo que hoy se conoce como el “Santa Viejo”. El recuerdo de aquellos años -pre 2001- los trae a la memoria Federico Vega. “En el 2000 el barrio fue forjando una historia de resistencia anclada en la escuela primaria que tiene que ver con los cortes de ruta, el trueque, las ollas populares. Nunca deja eso de estar presente” señala y continúa: “Pero hubo un proceso de fragmentación y por eso creo que la escuela es una referencia, a la cual se le demanda cosas que la comunidad pudo darse en los años 2000 pero luego queda desarticulada. Ahora está costando volver a armarse, a tener ese ejercicio de organización de base”.
En el mapa, “El Santa”, como así lo llama su gente, tiene la forma de un triángulo conformado por unas veinte manzanas. Las marcas geográficas que encorseta al barrio son, a un lado la vía, y del otro lado, el anillo que dibuja la Circunvalación. Por uno de los vértices del triángulo se entra y se sale del barrio. Por ese mismo vértice entra el 153, la única línea de colectivo que llega a esta zona de la ciudad. El barrio contiene dos sectores que se ubican, una hacia el norte, “Los Euca”, -uno de los 119 barrios populares registrados en el mapa del Re.Na.Bap- llamado así por la presencia de un eucaliptal, y La Palmera hacia el lado sur, después de la vía. En los Euca la situación es compleja: muchas viviendas se construyeron sobre terreno inundable y las últimas tormentas que se registraron en el mes de abril encendieron el botón rojo cuando en solo un día cayeron 128 milímetros de lluvia, el equivalente al promedio histórico de todo el mes de marzo. El agua lo inundó todo.
A su vez, que sea “chico” tendrá sus ventajas. Una comunidad que va reforzando vínculos entre emergencias y estallidos sociales, instituciones estatales que articulan estrategias de cuidado para responder a las demandas. Una trama social que buscará crear sus anticuerpos frente a las crisis económicas y la violencia asociada al narcomenudo. Pero Santa Lucía tiene una particularidad: se ubica en un extremo alejado de la ciudad y con solo una vía de acceso. Es como si esa autopista además de haber fragmentado una comunidad, la hubiese aislado casi por completo. Entonces no serán tantos los vecinos que esperen el único colectivo que tienen para salir o entrar al barrio, con frecuencias cada vez más espaciadas. Muchos concentrarán todo en esas veinte manzanas donde acontece la vida y también, a veces, la muerte joven e injusta.
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En el Centro Cuidar se siente un calor especial. Ubicado sobre la calle Macacha Güemes, el lugar se diferencia del resto de las casas por su fachada pintada de azul. Adentro habita la diversidad. El vocerío de los más chicos jugando en el patio. El refugio de los jóvenes que construyen su espacio común. Los adultos mayores compartiendo sus historias de vida. Movimiento, luz. Risas. Colores. La calidez y el afecto de una institución estatal que parece ir a contramano.
En un país donde el retiro del Estado en los barrios más necesitados se transformó en una política pública cruel, en Santa Lucía lo que intentan es estar cada vez más presentes. Al menos eso se propuso su coordinador Matias Moschini: “La pandemia nos sirvió para tocar fondo, en el Santa hubo un gran reclamo de los vecinos porque el Estado no estuvo al ciento por ciento, no teníamos esta infraestructura que tenemos ahora, entonces nos sirvió para reordenar y reactivar todo. Hoy si viene una familia nueva al barrio nosotros tenemos toda la información de todas las organizaciones, redes e instituciones del Estado que hay en el barrio. Trabajar solo no sirve de mucho”.
Matías conoció el barrio hace tres años. Cuando lo recorrió se sorprendió. “Me encantó”, dice y desde entonces encaró un proyecto de reconversión del Centro Cuidar que hoy depende de la actual Secretaria de Desarrollo Humano municipal. El objetivo: articular, ser un nexo entre organizaciones sociales, vecinos y vecinas que son referentes para el barrio, la escuela primaria, el jardín de infantes, la secundaria, el Centro de Salud y las iglesias que tienen una fuerte presencia.
El primer paso fue conformar una mesa de trabajo institucional: “intentamos reconstruir diálogos, ver cómo están cada uno, qué necesidades hay. Nosotros tenemos una gran responsabilidad porque somos el Estado y nuestro objetivo fue escuchar a las instituciones, a los vecinos y vecinas que nos hacían una fuerte crítica y poder asumir ese desafío”.
Hoy el Centro Cuidar cuenta con actividades para todas las edades y a pedido de la comunidad amplió su horario de atención hasta las cinco de la tarde. En el CC hay un espacio de desarrollo infantil de 0 a 2 años, una salita de 3, el programa Andamios para niños de 6 a 12 años que es de alfabetización pre grado no formal, un espacio de mujeres, un espacio para adultos mayores, dos capacitaciones de oficios, asesoramiento jurídico, fortalecimiento familiar y la Asamblea de jóvenes donde participan chicos y chicas entre 12 y 18 años. “Armamos una estructura para el acompañamiento general de las familias” explica Matías quien se ocupó de reordenar, sobre todo, la atención y la gestión de trámites y reclamos para ayudar a los vecinos. “Mi trabajo fue volcar toda la estructura del Estado a Santa Lucía que estaba perdida”.
“intentamos reconstruir diálogos, ver cómo están cada uno, qué necesidades hay. Nosotros tenemos una gran responsabilidad porque somos el Estado y nuestro objetivo fue escuchar a las instituciones, a los vecinos y vecinas que nos hacían una fuerte crítica y poder asumir ese desafío”.
Alejandro es el encargado del espacio Andamio. Lo espero unos minutos mientras despide a los más chiquitos en la puerta. Después contará en qué consiste su tarea pero sobre todo, reforzará un diagnóstico preocupante. “Estamos viendo que los chicos vienen sin desayunar pero también sin cenar. Y estamos extendiendo algunos horarios para que puedan tener un desayuno y después ponernos a estudiar desde lo lúdico y recreativo”.
“La economía está haciendo estragos” completa Matías. La falta de comida se refleja en las largas filas de los comedores, en la desesperación humana. “En el barrio hay seis comedores y después hay bolsones que preparan los vecinos. En el CC triplicamos la demanda de alimentos, las meriendas se triplicaron porque los jóvenes vienen con más hambre y entre las instituciones tratamos de coordinar todo”.
“Estamos viendo que los chicos vienen sin desayunar pero también sin cenar”.
También se notará en la escuela. En la cara desangelada de chicos que llegan con un nudo en la panza. “Ya no hay changas, la única salida es el cirujeo directamente y eso habla del empobrecimiento que estamos viviendo. Nosotros sabemos las situaciones difíciles que pasan los padres de nuestros alumnos” dice Federico Vega.
Un reciente informe de Unicef señala la profundización de la pobreza tras la asunción de Javier Milei como presidente. En Argentina hay un millón de niños y niñas que se van a dormir sin comer, cifra que se eleva a un millón y medio si se incluyen aquellos que se saltean alguna comida durante el día. En el caso de las personas adultas que viven en esos hogares el número se eleva a 4.5 millones, en muchos casos porque priorizan que sus hijos o hijas puedan alimentarse.
El estudio también muestra que unos 10 millones de chicas y chicos en Argentina comen menos carne y lácteos en comparación al año pasado por falta de dinero, en un contexto en el que, además, los ingresos de casi la mitad de los hogares con niñas y niños no alcanzan para cubrir gastos básicos de alimentación, salud y educación.
“la única salida es el cirujeo directamente y eso habla del empobrecimiento que estamos viviendo. Nosotros sabemos las situaciones difíciles que pasan los padres de nuestros alumnos”
Frente a la burocracia estatal, la praxis humana. El corazón, sobre todo: “Había un supervisor que nos decía que solo nos dediquemos a lo pedagógico, que bajemos los contenidos y nada más. Pero acá pasan otras cosas, vienen pibes muertos de frío y con hambre, y no podés no atender eso. Eso es inhumano, es no recorrer ni siquiera las escuelas” dirá Román.
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Es viernes, son las dos de la tarde y en Rosario, después de algunos meses de sequía, llueve torrencialmente. En la primaria N 1396 de Santa Lucía los alumnos del turno mañana todavía siguen allí, a la espera que la tormenta afloje. Es que en la escuela hay almuerzo, un mate cocido caliente, un techo para resguardarse, algo de reparo que tanta falta hace en días así.
“Acá hacemos un trabajo integral entre todas las instituciones. Trabajamos colectivamente y hacemos un trabajo de territorio. Nuestros alumnos no son números, tienen nombre, familia, apellido, una historia que conocemos y respetamos” dice Mónica Rodriguez, con veinte años de trayectoria como maestra de grado en Santa Lucía y desde hace dos, cumpliendo una suplencia como vicedirectora. “El vínculo es lo fundamental” refuerza cuando explica cómo se ejerce la docencia en el barrio y también, el rol que asumieron durante la pandemia: “Veníamos a la escuela a preparar los bolsones para repartir y también la tarea en papel, porque acá no había virtualidad”.
Aunque las edades sean otras, la “pedagogía del afecto” está presente en las dos escuelas -primaria y secundaria- y en el jardín de infantes que tiene Santa Lucía. Es que aquella historia de militancia y compromiso ético y político que supo construir Nidelcoff hace 50 años atrás, fue calando hondo entre maestras y directivas. “Acá la mayoría de los trabajadores tiene más de diez años de antigüedad” comenta Mónica dando cuenta de esa permanencia constante, de ese “llegar” para elegir quedarse, de todo lo que implica “estar” con el “corazón abierto”. “Quién entra a trabajar acá, ya sabe qué trabajo hacemos, cómo lo encaramos”.
Nuestros alumnos no son números, tienen nombre, familia, apellido, una historia que conocemos y respetamos.
La escuela primaria -inicialmente de gestión privada hasta que el Ministerio de Educación decidió fusionarla con la Pocho Lepratti que era pública- fue la piedra fundacional de una experiencia educativa alrededor de la cual, el barrio Santa Lucía construyó fuertes lazos solidarios en plena crisis post menemato. Cuenta Mónica: “A la escuela la iban a cerrar, entonces empiezan a hacer una movida entre el personal de la escuela y la comunidad para trasladarla junto con la familias y ahí se forma el barrio. En ese momento acá no había nada”.
Hoy, en la “Santa Lucía” hay alrededor de trescientos sesenta alumnos distribuidos en dos turnos, además de la jornada extendida para el segundo ciclo. En el medio, el comedor donde almuerzan después del desayuno y horas antes de merendar. Para muchos, la única comida que tendrán en el día. “El 80 por ciento solo come en la escuela. El otro día les dimos una tiza para que escriban en el pizarrón y uno de los chicos puso: “Seño, tengo hambre”. Es tremendo lo que está pasando acá, y a pesar de todo tratamos de que esto sea una burbuja”.
Mónica habla de la “crisis”; del retiro del Estado en los barrios. Habla del presente con angustia y recuerda situaciones similares vividas en tiempos del macrismo. Habla de la pobreza que ve en muchos sectores del barrio, de los pasillos de los Euca convertidos en pantanos en días como hoy. De casas donde no tienen ni gas, ni cloacas, ni agua. Apenas un tanque comunitario al que las familias se acercan para llenar bidones.
El otro día les dimos una tiza para que escriban en el pizarrón y uno de los chicos puso: “Seño, tengo hambre”. Es tremendo lo que está pasando acá
A pesar de todo, refuerza Mónica, lo que intentan en la escuela es que la alegría y la belleza sigan siendo, todavía, un derecho para las infancias vulneradas. Entonces inventan estrategias para cubrir lo que no hay, lo que no tienen: venden empanadas, venden pizzas, venden fideos, venden ropa, venden rifas para que los chicos de séptimo grado tengan su viaje de estudio. Y se la rebuscan para que puedan cruzar la Circunvalación y hacer algún paseo por la ciudad o celebrar un día de las infancias en el playón del barrio.
Mónica no esconde su preocupación: “Acá luchamos contra un sistema que está instalado, y que es el de la droga. A los chicos les ofrecen 5 mil pesos por hacer un pozo ciego y 15 mil por estar en búnker. Entonces, ¿cómo haces?”. Cuando el Estado se corre de su rol social, cuando ya no importa invertir un solo peso en obras de integración urbana, el que gana terreno es el narco. Así de claro lo tienen en los barrios populares.
Pero en Santa Lucía los docentes no dejan de insistir. Mónica lleva la pedagogía del afecto en su hacer cotidiano y cada vez que llega al barrio y se pone el guardapolvo sale, como ella dice, “a gestionar, a ayudar. Porque acá si no te comprometés no la pasas bien. O sí, no sé. Pero acá elegimos estar, escuchar a las familias, buscar a los alumnos si no vienen a clases. Santa Lucía no es lo que te muestran. Ojalá todo este trabajo de hormiga se conozca”.
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¿Cómo se elabora un duelo colectivo?¿Cómo se comparte la tristeza? ¿Y el miedo? ¿Y los sueños?
Es miércoles, día de asamblea en el Centro Cuidar. Hoy son once pero a veces llegan a ser más de veinte los jóvenes de entre 12 y 18 años que integran la ronda. Gisela Sedepski es la psicóloga social que acompaña al grupo cuyo nombre fue elegido por ellos mismos: “El Sabor de mi Barrio”.
Entre los muchos afiches y fotos pegadas en las paredes de un salón amplio, luminoso, con ventanas al patio y tiritas de papeles de colores colgando del techo, un cartel amarillo se destaca: “El Aguante”, se lee. Así se presentan: “Nosotros somos un grupo. Venimos a aprender del compañero/a. Si falta alguien no es lo mismo que cuando todos estamos. Nos ayudamos porque el grupo tiene aguante”.
El espacio también tiene su “Rincón de la calma”. Una mesa pequeña con cajitas llenas de lápices y un cuaderno de tapa verde con stickers de arcoíris y corazones que invita: “Dejá que la mente se calme y el corazón se abra”.
¿Por qué trabajar las emociones? Gisela alienta a que sean los chicos los que expliquen y cuenten qué hacen, qué significa este espacio en sus vidas. “En este espacio trabajamos los problemas del grupo, somos muy unidos, la asamblea nos sirve para pensar ideas” cuenta Delfina, 15 años. La voz de otra compañera se escucha con un tono más bajo: “sirve para desahogarnos”.
Jonatan, uno de los que más hablará durante la charla, dirá: “En la asamblea trabajamos las emociones, las leyendas urbanas. Cuando hay un problema lo resolvemos en el grupo, en la ronda de reflexión”.
“El objetivo es que el grupo sea protagonista del proceso. Que pueda ver cuál es la necesidad y poder trabajarla” suma Gisela. Además de compartir las emociones, la Asamblea también asumirá ese protagonismo para transformar y embellecer el barrio que los vio nacer, que los ve crecer. Fue así como idearon un proyecto para mejorar el playón -el único espacio abierto que tiene Santa Lucía- o arreglar el puente del Euca o el mástil de la plaza. La experiencia la cuentan ellos mismos: “Visitamos el Concejo y fuimos concejales por un día”. El relato va tomando forma: aparece la anécdota, las risas nerviosas, los chistes entre ellos.
Salir del barrio es un viaje a lo desconocido. La exploración de otro mundo, de otro ritmo. Además del Concejo, el año pasado visitaron el Museo de la Ciudad y con cámaras estenopeicas recorrieron el Cementerio El Salvador.
Kevin (14) está sentado en el extremo del largo tablón donde desayunan y meriendan. Parece de los más reservados hasta que dice: “Fuimos porque había muchos muertos. Y trabajamos la muerte en el barrio. Vimos la película Coco y a fin de año hicimos un altar para homenajear a la gente que había muerto, escribimos una frase y le dejamos una ofrenda”.
La palabra empieza a circular. “Antes se mataba seguido y todas las noches había allanamiento o tiroteo. Ahora está más tranqui, ahora se rescataron” cuenta una de las chicas.
Santa Lucía atraviesa un tiempo de calma pero no siempre fue así. Hasta hace un año no era extraño escuchar por las tardes el sonido seco de las balas y segundos después, el arranque acelerado de autos o motos. Porque así como sucede en otros lugares, el barrio también guarda resabios de enorme dolor colectivo. Desde el Cuidar lo que buscaron fue compartir el duelo. Que los jóvenes pudieran contar qué les pasa y en esa ronda de palabras no dichas, reconocer que la historia del otro/a también puede ser la propia.
“Fue el año pasado cuando en el barrio hubo muchas balaceras. Ellos han perdido amigas, chicos muy jóvenes y empezamos a ver que todo eso generaba mucha tristeza. La realidad era cruda pero pudimos ponerle palabras y compartirla, hacerla colectiva. Cuando ellos empiezan a contar lo que les pasa, se dan cuenta que a ese otro compañero/a le pasaba lo mismo. Pudieron acompañarse desde ese lugar”, explica Gisela. Lo mismo sumará el coordinador Matías Moschini: “Duele mucho cada muerte que hay en el Santa. Por eso también empezamos a trabajar con los jóvenes para saber qué sienten, cómo ven la muerte. Intentamos estar a la par de los chicos y trabajar junto a la escuela, siempre con esta dinámica de buscar estrategias colectivas y de diálogo”.
“Fue el año pasado cuando en el barrio hubo muchas balaceras. Ellos han perdido amigas, chicos muy jóvenes y empezamos a ver que todo eso generaba mucha tristeza. La realidad era cruda pero pudimos ponerle palabras y compartirla, hacerla colectiva”
En la Asamblea construyeron un pequeño altar. La idea era que cada familiar se acercara a dejar una flor y el nombre de la persona que quería honrar. En ese pequeño territorio de los recuerdos, escribieron: “Debajo de las estrellas lloramos y recordamos a los que ya no están. De aquellos que se fueron, de aquellos que extrañamos y de los que siguen estando. Nunca nos olvidamos de nuestros seres queridos, a los que siguen vivos hay que cuidar. Dejá su huella, escribí su nombre. Recuérdalos, aunque no nos vean estaremos”.
Los chicos colocaron la foto de un ser querido. Kevin cuenta que compartió la de su hermano junto a una vela encendida.
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En la escuela Carlos Fuentealba la muerte también se duela colectivamente. “Es un dolor muy grande perder a un alumno. Yo recuerdo cuando pasó lo de Soraya que me tocó registrar su cese en el sistema y nunca me había pasado” cuenta Román Gonzalez.
Soraya Rubielo tenía apenas 16 años. La mataron de un tiro en la cabeza en octubre de 2022, en su propia casa. Era mamá de un bebé de 5 meses. Soraya tenía el deseo de aprender un oficio y se había anotado en un curso de panadería. Ese mismo año el cuerpo de Brandon, también de 16, fue encontrado en el camino rural que va hasta Perez, maniatado, golpeado y baleado. Al año siguiente Belén y Milagros Rodriguez fueron asesinadas cuando tiraron a mansalva desde un auto hacia el grupo en el que las dos hermanas estaban junto a otros amigos.
Los nombres no se olvidan. Quedan grabados en las calles del barrio que los llora, en una escuela que los pinta en murales, en una ronda de compañerxs que los recuerda en el altar de la memoria. Román dice que frente a la ausencia, lo primero es “actuar en automático”. “Tratando de pensar en los que siguen estando, en sus compañeros. Y tratar de cubrir y resolver como se pueda, ayudando a la familia, haciendo hincapié en lo afectivo”. No hay protocolos del Ministerio para elaborar el crimen de un alumno. Lo que se trama en la inmediatez es una red solidaria, una vez más, otra vez, el abrazo amoroso, la mirada humana. No hay fórmula, o sí: pedagogía del afecto.
“Me ha tocado vivir situaciones de muerte de un alumno y siempre está el afecto. Abrazamos a los chicos, que sientan el amor que les damos. Y la muerte la hemos trabajado con los profe de artística”, cuenta Valeria Ríos. Así, por ejemplo, pintaron un mural para que todos pudieran escribir un nombre o una emoción. “Trabajamos esa angustia como podemos y acompañarlos siempre desde el afecto y el abrazo, creo que todo pasa por ahí”.
En pandemia, tomaron la decisión de abrir la escuela. No había clases pero todos los días se juntaban a preparar bolsones de alimentos para repartir a las familias. “En ese momento se armó un vínculo solidario, había vecinos que le acercaban el bolsón a quienes estaban aislados. Y así todo el tiempo”.
“Me ha tocado vivir situaciones de muerte de un alumno y siempre está el afecto. Abrazamos a los chicos, que sientan el amor que les damos. Y la muerte la hemos trabajado con los profe de artística”
Mientras caminamos por el barrio, Román refuerza la importancia de mostrar lo invisible: la solidaridad que crece desde el pie. Los lazos comunitarios, la vida en comunidad. “El trabajo de hormiga” como pedía Mónica.
Es que el territorio es mucho más que un punto rojo en un mapa “caliente” de la inseguridad. Porque también pasan cosas buenas; porque todos los días, dice, trabajan para que los pibes y pibas de la Fuentealba tengan otro destino, distinto al que les depara un sistema punitivo y expulsivo. Por eso, además de la secundaria, funciona una extensión áulica del EEMPA, una primaria para adultos y una formación profesional de estética capilar. En total, hay cuarenta docentes trabajando desde las siete de la mañana hasta las ocho de la noche.
“Vos ves llegar a los pibes, son chicos que han tenido que dejar, que fueron mamá, y que ahora vengan a terminar los estudios es emocionante. También tenemos un convenio con la Secretaría de bienestar estudiantil de la UNR que realizan un acompañamiento a los chicos que tienen beca de alimentos y transporte. Si una apuesta tiene esta escuela es cambiar ese destino. Hay chicos que estudian música, una ex alumna que estudia diseño y otra que va a empezar a estudiar Letras”, cuenta el docente mientras señala, además del basural, las torres del Complejo Penitenciario que se divisan a lo lejos, desde la última calle que tiene el barrio.
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El despertador de Melina Gigli suena todos los días a las 5 de la mañana. Ese es el horario en el que se levanta para luego recorrer los 45 km que separan Casilda, la ciudad en la que vive, de Rosario, la ciudad en la que trabaja como docente de lengua y facilitadora de la convivencia en la escuela Carlos Fuentealba. Alrededor de las siete de la tarde emprende el regreso desde Santa Lucía, aunque varias veces el horario se extiende. Como explica Valeria, la emergencia en el barrio puede estallar en cualquier momento.
—Vamos armando encuentros, buscando articular y sostener y contener un montón de situaciones. Todo el tiempo estamos tratando de construir lazos.
El testimonio de Melina será un reflejo de lo que cuentan sus compañeros. Lo inevitable: dar clases en un barrio popular implica mucho más que dictar contenidos curriculares. “Hemos salido a buscar chicos que habían caído presos, hemos acompañado a alumnas a hacer controles de embarazo. Acá la bomba ya llega estallada a nuestras manos. Pero la escuela es una referencia. Acá se acercan a contar cosas que muchas veces no tienen que ver con lo pedagógico sino con situaciones que viven en sus casas, y nosotros intentamos actuar dentro de lo que podemos”.
Su trabajo le insume varias horas de presencia en el territorio y por eso cuenta que durante las tardes visita a las familias de sus alumnos para saber cómo están o qué necesidades están teniendo. “Nosotros somos el nexo con los padres, madres, con quien esté a cargo, en general los niños no solo viven con la mamá o el papá, si no con abuelos y tíos. Entonces mi función es ver cómo están, cómo es la casa, conocer a la familia. Hay chicos que tienen a sus papás privados de la libertad o tienen a su familia en otra provincia”. Pero al final del día el cansancio se siente. “Nuestro trabajo termina a las seis pero hay veces que nos hemos quedado hasta las 10 de la noche”.
El vínculo entre instituciones es fundamental. Saber cómo responder de manera colaborativa para ayudar a un alumno o a su familia. Tender puentes, tejer redes. Crear estrategias de cuidado. Cumplir el protocolo y otras veces, inventar el modo de actuar en la urgencia. Eso hacen todo el tiempo en un barrio en el que la proximidad es vital. A cinco cuadras de la escuela se encuentra el Centro Cuidar que a su vez se ubica a una cuadra y media del Centro de Salud. Frente al dispensario, funciona la escuela primaria y el jardín de infantes. Una política de cercanía que posibilita y refuerza el tejido social.
Santa Lucía es un barrio, ante todo, solidario. Las familias se conocen entre sí, algunas viven allí desde que el barrio es barrio y son las que reciben a las que migran de alguna provincia vecina o llegan exiliadas desde otras zonas de la ciudad. “Ese recibimiento que da el barrio, la ayuda que se da entre vecinos y entre instituciones es fundamental. Y así vamos articulando, llamamos a la directora del centro de salud porque la mamá tenía chagas. Hay familias indocumentadas y entonces lo llamamos a Matías del CC y él se ocupa de gestionar, de ir al Distrito para que puedan hacer el dni, siempre hay algo en lo que nos acompañamos. Esos son los lazos que hay en Santa Lucía” describe Melina.
Pero así como la vida comunitaria revitaliza una trama social tantas veces rota, la crueldad también se palpa en el día a día y entonces, en un contexto agudizado por la falta de trabajo, por la falta de comida, por la falta de Estado, nada parece alcanzar.
“La falta de políticas públicas hace que nosotros perdamos al pibe porque quizá tienen que ir a hacer otra cosa, como me decían ellos, para comprar un kilo de pan. Es muy cruel la realidad”
“Nadie nos preparó para esto, y tampoco nos prepararon para la falta de políticas públicas o para encontrarme con un pibe que tiene hambre, que está esperando que sean las diez de la mañana para tomar un mate cocido. La falta de políticas públicas hace que nosotros perdamos al pibe porque quizá tienen que ir a hacer otra cosa, como me decían ellos, para comprar un kilo de pan. Es muy cruel la realidad”, denuncia la docente que en febrero de este año fue noticia en todos los medios de alcance nacional luego de compartir en redes sociales una foto y un texto escrito desde la rabia y el dolor profundo.
“Sentí que tenía que hacerlo” me cuenta meses después de aquella exposición mediática que la llevó a tener más de 15 mil mensajes en su cuenta de Facebook.
Hubo un impulso: mostrar la sonrisa luminosa de Ezequiel Curaba.
Contar quién era.
Ezequiel tenía 21 años y era un ex alumno de la Fuentealba que llegó a cursar hasta segundo año. Dejó la escuela durante la pandemia como tantos otros pibes que no tienen otra opción que salir a rebuscarse el mango. Ezequiel lo hacía juntando cartones con su carro.
En ese momento, las noticias de los medios se centraron en el robo de cables de alta tensión. “Joven sufrió graves quemaduras tras intentar robar cables” fue el titular repetido luego de la viralización de un video que lo mostraba con el noventa por ciento de su cuerpo quemado junto a cientos de mensajes de odio con el hashtag #unomenos.
Ezequiel no sobrevivió. Después de agonizar durante un día y medio, falleció en el Hospital Clemente Alvarez. “Ezequiel no tenía posibilidades de sobrevida porque recibió una descarga entre 13 mil y 14 mil voltios. Sobre ese pozo había una denuncia porque estaba abierto hace una semana, a la intemperie. Lo que intenté con el escrito es cambiar el foco y reclamar políticas públicas porque de eso se trataba. Si Ezequiel tenía sobre edad tendría que haber estado en un EEMPA y no en la calle porque las políticas públicas tienen que ser para un chico que está en edad escolar, y también para un chico con sobre edad como Ezequiel”.
Melina Gigli fue su maestra de lengua en la escuela, con él compartió infinidad de mates y risas. Y así quería recordarlo. Por eso escribió en su muro de Facebook, por eso, después de enterarse que el chico irreconocible del video era Ezequiel, después de leer la crueldad diseminada detrás del anonimato, Melina escribió. No quería que lo recuerden así. No quería que esa sea la última imagen de aquel pibe de sonrisa dulce que había sido su alumno.
Desde el gremio de Amsafé Rosario también se expresaron. Fue Juan Pablo Casiello, su secretario general, el que describió la tristeza: “Román me cuenta que Ezequiel había abandonado la escuela, que la última vez que lo vio fue cartoneando por el norte de la ciudad, en la Zona Cero, pero que siempre que andaba por el barrio iba a la escuela, que lo que sienten es una profunda impotencia frente a un final tan trágico como anunciado. ¿Cómo no sentir impotencia? Otro alumno más que se nos va, muy joven, casi niño, de la peor manera. Ezequiel lo mató la pobreza, la desigualdad, la miseria de una sociedad que no puede ser más injusta. ¿Hasta cuándo?”.
“A diferencia de lo que la gente cree, en Santa Lucía solo tres pibes me dijeron que querían ser Pablo Escobar, los demás te dicen yo quiero ser Messi, yo quiero estudiar, yo quiero salir de acá. Es necesario que vean que más allá de Circunvalación existen otras posibilidades”
Melina Gigli lleva tatuado en uno de sus brazos el pañuelo de las Madres de Plaza de Mayo. En el corazón, el lugar que elige para hacer docencia; la escuela en la que cada viernes dedica los ochenta minutos de la clase a explorar los sueños, a que sus alumnos imaginen, vuelen, proyecten y escriban su propio deseo. “Con los chicos charlamos sobre lo que desean para su vida. Y a diferencia de lo que la gente cree, en Santa Lucía solo tres pibes me dijeron que querían ser Pablo Escobar, los demás te dicen yo quiero ser Messi, yo quiero estudiar, yo quiero salir de acá. Es necesario que vean que más allá de Circunvalación existen otras posibilidades, que ellos pueden ir a estudiar y tienen derecho a hacerlo. Que no pierdan las ganas, que no sientan que eso que desean es una utopía”.
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—Hoy sentimos que el barrio está triste.
Noris describe la angustia social con una palabra. Tristeza es lo que respira por las calles del barrio en el que vive desde hace más de veinte años. Es que Noris atravesó aquel 2001 estallado. Sabe de resistencias populares, de estrategias de lucha para paliar el hambre y la desocupación. De enojos y broncas. De piquetes y cortes de calle. De lo que significa esa digna rabia que brota en forma de asamblea cuando la injusticia se come el salario, la changa, lo poquito que se consigue en el día para llevar el pan a la mesa.
Cuenta Noris que en esta Argentina libertaria el barrio ni siquiera está enojado. “Está triste” repite, y eso es aún peor porque ya lo decía Arturo Jauretche: “Nada grande se puede hacer con la tristeza”.
“Esto es diferente al 2001. Es otro contexto. Siempre fue un barrio muy alegre, de estar la gente en la calle y ahora es increíble verlo así, todo para adentro. Para mi es fundamental que nos estemos juntando, pensando, inventando porque a veces hay que inventar”.
La Biblioteca Popular Juanito Laguna es un bastión de solidaridad en Santa Lucía. Un faro cultural donde los proyectos creativos cobran vida. No es la primera vez que enREDando visita la organización, una pieza clave en el entramado social del barrio. Fue en julio del 2023 cuando Noris nos contó, en una extensa charla, la historia de cómo fue que fundó junto a Juana, otra vecina de lucha, una biblioteca en Santa Lucía. No fue fácil porque nada es fácil para las organizaciones que nacen de la nada, sin techo, sin lugar propio, sin recursos. Pero así se creó la Juanito Laguna. De la intemperie a los libros que abrazan. Veinte años después ocupa un lugar impregnado de vida en la ochava de la calle 1707.
“Ante un Estado que se está corriendo cada vez más, es sumamente importante que nosotros estemos acá, incluso reclamando al Estado cuestiones que tiene que resolver”, dice Noris cuya casa está justo frente a la biblioteca que ante la duda, siempre abrirá sus puertas. No importa si es sábado o domingo. La Juanito Laguna funciona como un cobijo cuando las instituciones del Estado están cerradas. Es así como los fines de semana, en articulación con el Centro Cuidar, activaron un protocolo para que las vecinas que sufren alguna situación de violencia de género tengan a su disposición tickets de taxi o colectivo en la biblioteca. “En soledad no podemos trabajar” dirá Matías, el coordinador del CC.
“Ante un Estado que se está corriendo cada vez más, es sumamente importante que nosotros estemos acá, incluso reclamando al Estado cuestiones que tiene que resolver”
El contacto siempre está y eso hace que Santa Lucía sea un territorio “especial”. “Poder estar pensando esas respuestas cuando por ejemplo, hubo inundaciones, resolviendo esas urgencias es fundamental y que aunque sea sábado venga la directora del centro de salud, que Matias abra el CC, y que se vaya a recorrer el barrio, eso es muy importante. Los trabajadores están presentes. Hay un compromiso y hay cosas que ocurren en Santa Lucía que no pasa en otro barrio” dice Noris.
En la biblioteca funcionan distintas actividades, talleres de oficios y un centro de alfabetización para jóvenes y adultos. Es el lugar donde también se habita la calle para el encuentro familiar, para celebrar un día de las infancias u organizar una jornada de radio abierta junto a la comunidad. “La historia de la biblioteca está vinculada a la historia del barrio y a lo que le pasa al barrio. Por eso, si tenemos que ir a los Euca a cocinar vamos a hacerlo. No queremos ser un comedor pero sí vamos a estar cuando se nos necesite. Queremos que las bibliotecas sigan siendo bibliotecas, porque también la gente del barrio las necesita”.
Noris habla de Santa Lucía como si fuese un territorio de su propio cuerpo. Lleva las marcas de aquellas resistencias populares del 2001; de la historia colectiva, de todo lo que significa fundar entre mujeres, una organización, un lugar que también se transformó en un refugio del deseo para los pibes del barrio. Pero también carga en su memoria dolores sociales más recientes y hasta la bronca contenida al recordar aquellas tapas de los diarios del 2011 en las que Santa Lucía solo era noticia por la disputa entre bandas narcos. ¿De qué manera se sostienen los lazos y se multiplica lo vital frente a los flujos violentos”.
“La historia de la biblioteca está vinculada a la historia del barrio y a lo que le pasa al barrio. Por eso, si tenemos que ir a los Euca a cocinar vamos a hacerlo. No queremos ser un comedor pero sí vamos a estar cuando se nos necesite”
Noris no desconoce esa realidad que es una de las muchas caras que tiene el prisma. Es que los grises abundan y abruman. La complejidad es el nudo de la trama. Y entonces enumera: pocos espacios de recreación para los jóvenes, un Estado que no ofrece demasiadas herramientas, muchos problemas de consumo y la gran cantidad de armas que circulan. Pero de inmediato recupera lo vital: los talleres de escritura, los ciclos de cine, la solidaridad entre vecinos, la mano extendida para ayudar al que está al lado, la lectura de los libros. Entonces Noris dirá que el Santa es un “barrio maravilloso” aunque esta nunca sea la nota de tapa.
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El Centro de Salud Santa Lucía está desbordado. En su mayoría, las que esperan son las madres con sus pequeños hijos. Está ubicado justo donde se encuentra la última parada que tiene el 153 antes de emprender la vuelta.
A solo una cuadra y media, doblando por Macacha Guemes está el Centro Cuidar. Enfrente, la escuela primaria y el jardín de infantes. Es una mañana fría y en la calle hay poca gente. Pero Inés, la jefa médica desde hace cuatro años, no da abasto. “Ahora estamos con un pico invernal de enfermedades respiratorias, un gran porcentaje de las consultas tiene que ver con esta problemática, pero siempre tratamos de ampliar la mirada a cuestiones que son más complejas y debemos trabajar como lo son las violencias de distinto tipo, consumo problemático de sustancias, dificultades en la crianza de las infancias, trámites de pensiones por discapacidad, problemáticas habitacionales, entre otras” señala.
En total hay alrededor de 2500 historias clínicas familiares y el dispensario es, junto a la escuela pública y el CC, el otro gran lugar de referencia estatal para el barrio. Inés reconoce la “tensión y responsabilidad” que eso significa “porque hay que articular todos esos intereses en pos del bien común y no es algo tan sencillo, pero es parte de la tarea de cualquier institución y más si es estatal y más si estamos hablando de garantizar un derecho humano como la salud”.
El Centro de Salud no es una institución aislada, todo lo contrario. Inserto en un punto neurálgico del barrio, construye lazos todo el tiempo. “Nosotros tenemos claro que con los problemas de esta comunidad no se puede trabajar aislado. Tenemos reuniones más generales para organización de eventos comunitarios o tratamiento de problemas poblacionales como puede ser el transporte o cómo abordar la situación de consumo de sustancias u otras reuniones para trabajar situaciones más singulares de familias a las que debemos acompañar y trazar líneas de acción en conjunto” señala la directora.
Esa articulación, como ya lo decía el coordinador del Cuidar, es una de las grandes fortalezas que tiene Santa Lucía. No es magia: detrás hay un enorme laburo comprometido de trabajadores muchas veces desbordados, precarizados o con tareas ni siquiera reconocidas salarialmente. Pero lo cierto es que allí están, poniendo el cuerpo.
Cuando en la escuela estalla una emergencia que requiere la intervención del centro de salud, lo que hace Valeria Ríos es levantar el teléfono y acudir a Inés y a todo su equipo. Lo mismo hacen del otro lado. “El trabajo colectivo de las instituciones es crucial, tiene un fin en sí mismo que es generar más lazos y retroalimentar positivamente la idea de comunidad y también un aspecto en relación a la efectividad de la resolución de los problemas complejos que abordamos” dice esta joven médica generalista que llegó al barrio por primera vez en bicicleta hace once años atrás.
“El trabajo colectivo de las instituciones es crucial, tiene un fin en sí mismo que es generar más lazos y retroalimentar positivamente la idea de comunidad “
Su día a día es agitado: atender consultas médicas, gestionar insumos, responder a alguna problemática que surja al interior del centro, articular con otros gestores de la red de salud municipal, problematizar junto a otros actores, organizaciones e instituciones del barrio. Estar, como dicen los docentes de la Fuentealba, “con el corazón abierto”. “En lo personal es muy gratificante estar donde estoy, desde que elegí especializarme en medicina general buscaba que mí técnica esté al servicio de la sociedad pero en Santa Lucía lo veo, lo vivo y lo entiendo todos los días. Es juntar la ciencia con la política y el afecto y en Santa Lucía llegué a esa síntesis”.
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La otra presencia que históricamente tiene el barrio es la del padre Marcelo Ciavatti, uno de los referentes de Cáritas en Santa Lucía. Con su camioneta roja recorre las calles del barrio de una punta a otra.
“Acá las actividades arrancan a las seis de la tarde”, dice el cura que invita a conocer el territorio cuando, al caer la luz del sol, arrancan los doce talleres que dependen de Cáritas. “Nadie muestra todo lo lindo que se hace en Santa Lucía, lo que se está generando, el trabajo continuo con los niños, la juventud, con las madres. El trabajo perseverante con diversos talleres de artes y oficios, el trabajo paciente que realiza el Centro de Vida que es un equipo de profesionales y personas del barrio que sostienen los espacios donde hay actividad. Y en esos espacios, la gente que participa va contando sus realidades, sus dolores, sus problemas”.
“Nosotros tenemos gente que viene porque ha perdido su trabajo, no puede comprar casi nada con lo poco que le entra, es simbólico lo que ingresa. ¿Y por qué no explotó la situación todavía? Porque los pocos ingresos que hay se están usando para comer y sobrevivir”
Ciavatti reflexiona ante cada pregunta y responde ampliando la mirada y el análisis mucho más allá de lo que sucede en el barrio. Su voz, así como la de otros curas barriales, es un termómetro para medir la brutalidad del plan económico nacional y su impacto en las familias más empobrecidas. “Nosotros tenemos gente que viene porque ha perdido su trabajo, no puede comprar casi nada con lo poco que le entra, es simbólico lo que ingresa. ¿Y por qué no explotó la situación todavía? Porque los pocos ingresos que hay se están usando para comer y sobrevivir. Es una gran mentira que los precios no suben. Viene mucha gente a buscar bolsones, a sumarse a las ollas”.
Cáritas tiene cinco ollas comunitarias y dos merenderos en Santa Lucía. Pero no es suficiente. Algunos alimentos fueron distribuidos de manera desordenada cuando la fundación Conin -a través de la cual el Ministerio de Capital Humano tercerizó la entrega- “les bajó mercadería”. “Cada mes se pierden puestos de trabajo, y cada vez hay menos margen para comprar un pastelito, una torta asada, que es lo que le da vida a la gente del barrio. Entonces el cartoneo se multiplicó pero cada vez menos gente usa cartón. Hasta ese resto que descarta la ciudad es competido y ese resto disminuye por la falta de producción y de consumo. Es un círculo vicioso que no sabemos hasta cuando va a durar y cuando va a explotar. Estamos muy preocupados por eso” plantea el sacerdote.
En ese contexto, en Santa Lucía se trabaja a destajo. A toda hora. Y cuando las instituciones del Estado cierran, las puertas de las organizaciones sociales, comunitarias y eclesiales, se abren. La articulación es la clave, quizá una de las muchas para entender cómo lentamente y muy a pulmón, se está pacificando un territorio disputado por bandas narco. Por ejemplo, recuperando espacios.
Desde el Cuidar, Matías hace hincapié en la importancia de ocupar la calle y por eso muchas de las actividades comenzaron a tener, como lugar físico, el playón del barrio que hasta hace poco estaba tapado de yuyos. Marcelo Ciavatti contará de qué manera lograron recuperar el gimnasio que tenía la escuela primaria. En el barrio no hay un club social, infantil ni deportivo. “El gimnasio de la escuela primaria estaba cerrado porque nunca se envió el dinero para terminar el único salón del barrio. Lo pedimos prestado y nos comprometimos a arreglarlo. Con mucha ayuda recuperamos su uso y hoy tenemos tela, patín, boxeo, Kun Fu, gimnasia femenina, funcional. Diversos talleres de danza. Música. Eso nos cambió la perspectiva”.
Aún así, el sacerdote marcará la falencia del Estado y los magros recursos y subsidios dedicados al fortalecimiento territorial así como también, el enorme “flagelo de las adicciones y el efecto terrible y silencioso del consumo problemático en los jóvenes y las familias”. “Los talleres de oficio son muy importantes y le han salvado la vida a muchos jóvenes que sabemos que en la calle son carne de cañón. Pero hemos perdido profesionales porque no tenemos cómo pagarles, es muy poco lo que cobran. Antes teníamos dos asistentes sociales y perdimos uno. Teníamos tres profes de educación física y perdimos dos. Teníamos tres psicólogos y perdimos uno. Y eso está pasando con toda la red de profesionales en todos los barrios populares. Están matando esa red”.
Con dolor, profundiza: “No alcanza con apostar a gendarmería, a los móviles, a la policía federal. A los barrios les han matado la escucha y el corazón. Probablemente tengamos una ciudad pacificada por la fuerza pero con mucha rabia, mucha bronca guardada, muchas heridas sin sanar”.
Otras de las caras del prisma: ¿cómo se mueve el barrio después de las seis de la tarde?. Dice Ciavatti que son más de trescientos niños, niñas y jóvenes los que transitan por los talleres que dependen del Centro de Vida. Cuando todo indica que el resguardo es la propia casa, en Santa Lucía invitan a sumarse a una diversidad de actividades. Una ciudad dentro de otra. Las capas de una cebolla; los tentáculos de un pulpo. Los brazos solidarios y creativos de una comunidad castigada, marginada, prácticamente aislada. Con poca agua, sin cloacas, con falta de iluminación y microbasurales.
Tener fe, dirá el padre Marcelo Ciavatti. “La pandemia nos ha servido para unirnos, para ver las necesidades del territorio. Hemos armado estrategias de cuidado con acuerdo de uso compartido. A nosotros la pandemia nos enseñó cómo cuidar el territorio. Y ahora queremos extender lo que hacemos a los otros barrios como los Euca y La Palmera así sea debajo de un árbol”.
¿Qué significa Santa Lucía?. El cura dice que es un territorio en el que todavía se puede respirar. No es poco. En tiempos de asfixia cotidiana, el barrio es un respirador colectivo en medio de la intemperie y la crueldad.
—Acá la gente lucha por vivir con dignidad.
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—Tener un libro es una emoción muy grande.
Rodrigo tiene 18 años, es uno de los más experimentados del grupo y por eso su rol en la Asamblea “El Sabor de mi barrio” será el de acompañar a Gisela en las actividades, junto a Evelyn y Ramiro. Una especie de líder, referente, guía para los más chicos. Durante la entrevista, observará de lejos. Tiene los ojos oscuros y bien profundos, las cejas anchas y lleva puesta una gorra de lana negra y un buzo con el escudo de River. Parece tímido pero enseguida se le nota el brillo en la mirada cuando explica qué significa ser parte de una antología de relatos de jóvenes de toda la ciudad.
Su texto no es el único. En total fueron cuatro los chicos y chicas del barrio que quedaron seleccionados en la convocatoria infanto-juvenil de relatos cortos y poesía realizada por la Filial Rosario de la Sociedad Argentina de Escritores junto al plan de lectura de la Municipalidad de Rosario. El resultado: el maravilloso libro “Piedra Luna. Editando Sueños” que reúne 70 escritos de niños y jóvenes desde los 8 hasta los 18 años de edad.
Rodrigo escribe desde hace tiempo. El año pasado esa misma emoción desbordó el salón de la escuela secundaria Carlos Fuentealba cuando a fin de año presentó su primer libro “No callar el silencio”, del mismo modo en que lo hizo Ramiro (14) con “Soy mi barrio”.
“La felicidad que me produce ese anhelo cumplido no tiene límites. Yo siempre intento que toda esta realidad, si a los pibes les gusta escribir, tratar de convertirla un poco en ficción. Uno de los libros es un relato, su vida, lo que espera del barrio, que le gustaría. El otro es ficción” contaba Melina Gigli, la profe que los alentó a que todas esas palabras y esas ideas se transformen en un libro completamente artesanal.
“Cuando escriben lo hacen desde lo más profundo de las entrañas. Cuando le preguntamos a quién extrañan o qué desean, los pibes pueden estar escribiendo una hora y media. Primero aparece lo personal y después yo siempre los invito a que creen un superhéroe conocido y ahí enmarcan una historia, que no siempre es la misma. La escritura ayuda a sacar un montón de cosas que tienen adentro” explica la docente.
Situaciones, vivencias amorosas y tremendamente dolorosas. Relatos reales y ficcionados. “Dentro de la producción textual y la formalidad, yo dejo que la escritura sea libre y ahí empiezan a formar el gusto por la lectura, porque a veces formamos una ronda y se leen entre ellos. En cuarto año, ya exploramos otro tipo de escritura, y ahí empiezan a ver qué pueden soñar de otra manera” dice Melina.
“Cuando le preguntamos a quién extrañan o qué desean, los pibes pueden estar escribiendo una hora y media. Primero aparece lo personal y después yo siempre los invito a que creen un superhéroe conocido y ahí enmarcan una historia, que no siempre es la misma. La escritura ayuda a sacar un montón de cosas que tienen adentro”
La escritura puede comenzar un viernes en la escuela, continuar luego en los talleres de la Biblioteca Juanito Laguna o en el espacio “Creatividad Lunar” del Centro Cuidar. Porque todo en Santa Lucía se potencia. “Con la escritura puedo desahogarme de las cosas que me pasaron en el pasado, con los amores o con las traiciones que tuve. Es como una tiradera”, confiesa Jonatan. Su poema seleccionado en el concurso de Rosario Lee, se llama “Amor Pasajero”
—¿Qué se siente ser parte de este libro?
—Se siente lindo porque ahora la gente, en la escuela, te ven distinto.
Jonatan también participa del taller de la Biblioteca Juanito Laguna y ya sueña con publicar su segundo libro. “Cuando escribimos estos textos los guardamos, y Gise, la psicóloga los envió al concurso y después nos avisó que habíamos ganado. Fue una alegría grande, estuvimos en la Biblioteca Argentina y nos regalaron un libro a cada uno”.
En Santa Lucía, las paredes hablan: “Todo comienza con un sueño” se lee en el Centro Cuidar. El relato de Rodrigo habla de esos sueños, de los pequeños, de los grandes, de los que siempre te persiguen.
—¿Y el tuyo cuál es?
—Grabar mi video musical y seguir con la música.
Priscila de solo 12 años escribió sobre esas historias que dejan huellas en la memoria de los pibes y pibas de su edad. Es una ficción pero “la realidad no es tan diferente. ¿Por qué está pasando esto?”, se pregunta en su texto en el que narra la triste muerte de una niña llamada “Geraldine”, asesinada de nueve tiros en la plaza de su barrio. “A mí me gustó mucho haber ganado e ir a recibir el premio a la Biblioteca Argentina. Me hizo muy feliz tener un libro mío” dirá en una nota periodística que le hicieron durante la presentación de “Editando Sueños”. Ramiro, por su parte, escribió una ficción a la que llamó “La maldición del barco oscuro”.
Para Gisela, coordinadora del espacio, la escritura es la posibilidad que ellos tienen de crear nuevos mundo y decir lo que de otra manera no podrían hacerlo. Mostrar sus ideas, expresar las emociones.
Una frase acompaña las hojas colgadas sobre la pared en las que Rodrigo, Ramiro, Jonatan y Priscila hablan de su libro en una nota periodística. “Escribir es la manera más profunda de leer la vida”. El póster es uno de los tantos que hay en el salón, el refugio donde la asamblea de jóvenes se encuentra a debatir, charlar, escribir, jugar al metegol, reír sobre algún chiste o llorar en silencio a los amigos que ya no están.
Me detengo de nuevo a observar esas paredes. Hay pintado un árbol enorme del que brotan ramas, hojas y flores. Un cuadro con la palabra: “Ríe”. Las fotos estenopeicas del cementerio. Un saludómetro, el catálogo con las “pautas para una buena convivencia” y un papel afiche que dice: “Nunca dejes que tus miedos posterguen tus sueños”. Quizá, la síntesis más poderosa de lo que en Santa Lucía significa la pedagogía del afecto, del afecto como arma para defender la vida.
Gisela cuenta que además de la escritura, la creatividad también anida en el dibujo. Entonces lo llama a Agustín que me muestra una pila de papeles con sus trazos en lápiz. Orgulloso, agarra uno, sonríe y mientras se prepara para la foto dice:
—Es Messi dibujado con el número 10 en su espalda.