Las guerras iniciadas no solo no terminaron, sino que se desataron más conflictos. La democracia tiene cada vez más enemigos y perpetradores. Los acuerdos para solucionar los temas globales no llegan. El Siglo XXI fue pensado como el Siglo del desarrollo sostenible, pero el 2024 nos alejó del mundo que el idealismo soñó.
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Las relaciones internacionales se consolidaron como ciencia durante el Siglo XX y los principales teóricos adhirieron, durante la mayor parte de la Guerra Fría a alguno de los dos paradigmas clásicos que intentaban explicar los vínculos entre los países. Mientras que el realismo hace hincapié en las estrategias y políticas que los Estados llevan a cabo para ganar, mantener, aumentar y consolidar su poder -incluso por intermedio de la guerra- el idealismo/liberalismo defendía la idea de que la diplomacia y los vínculos entre los Estados posibilitarían establecer un mundo basado en reglas, que todos convendrían en seguir para lograr un mundo habitable.
Esta pequeña digresión teórica sirve como introducción para realizar dos afirmaciones. En primer lugar, que surgieron otras corrientes teóricas que explicaron mejor y de manera más completa el mundo que se fue configurando con el correr de los años, dejando a las teorías clásicas en un lugar subsidiario. No obstante, en segundo lugar podemos decir que si el realismo quedó algo estéril en su dimensión explicativa, el idealismo está herido de gravedad. El año 2024 fue una muestra importante de ello. Estamos por entrar en el último año del primer cuarto del Siglo XXI. Hace casi una década, los países acordaron en las Naciones Unidas seguir una agenda a cumplirse en el año 2030, que exponía una serie de objetivos a alcanzar. Hoy, lejos de llegar a esa ambiciosa meta, parece haber más retrocesos que avances y proliferan los enemigos de este acuerdo en todas las latitudes.
El 2024 será recordado como el año en que la guerra en el continente europeo no se acercó a una solución, como el año en el que conflicto en Medio Oriente se regionalizó -con acusaciones de genocidio mediante- y como el año de una nueva crisis de desplazados en África, con dificultad para encontrar precedentes. Para colmo, surgen nuevas amenazas al orden democrático, -el gran aliado de la agenda idealista- incluso en aquellos países donde se presumía que la democracia estaba consolidada para siempre.
Consolidación de los conflictos
El año comenzó cerca del segundo aniversario de la guerra en Ucrania, iniciada en febrero de 2022 con la invasión del ejército ruso. Un conflicto que se presumía iba a ser corto, ya está cerca de cumplir tres años y sin ningún tipo de acuerdo a la vista. El único compromiso que los países involucrados habían tomado como tal, que permitía la salida de alimentos por el Mar Negro como parte de un acuerdo indirecto entre Ucrania y Rusia, fue abandonado. Hoy, el conflicto se encuentra estancado, y este año cerrará con noticias para nada alentadoras. Rusia revisó su doctrina de uso de armas nucleares, al tiempo que involucra soldados norcoreanos en la frontera y muestra las capacidades de misiles hipersónicos.
Los países occidentales, por su parte, continuaron gastando más y más millones de dólares en sostener el esfuerzo bélico ucraniano, poniendo a prueba el hartazgo de sus propios contribuyentes, que ven cómo aumenta el gasto en defensa y cómo ajustan, en muchos países, en otros ítems del presupuesto. Los Estados europeos aumentan sus gastos militares a expensas de la manutención del Estado de Bienestar, dejando el camino libre a los sectores extremistas para criticar las desigualdades y ofreciendo un futuro menos desigual a costa de establecer divisiones sociales cada vez más notorias e irreconciliables. Por más que mañana mismo haya un acuerdo de paz en Ucrania, -algo bastante improbable, por cierto- las decisiones que han tomado los países en cuanto al aumento de sus estructuras militares no serán revisadas. El 2025 nos encontrará con una Europa más armada, más dividida, menos acuerdista y con la representación política fragmentada como nunca antes en la historia, con la proliferación de sectores que han hecho del caos una escalera, parafraseando a un célebre personaje de la serie Juego de Tronos.
Por si fuera poco, la violencia volvió a todas luces en Medio Oriente luego de las crisis pos 11-S, los conflictos internos que siguieron a la mal denominada “Primavera Árabe” y el surgimiento del Estado Islámico. El ataque de Hamás en el sur de Israel el 7 de octubre de 2023 inició una serie de hechos que, como un efecto dominó, terminaron con el gobierno sirio, en manos de la familia al-Assad desde hace más de 50 años. En el medio, 45.000 palestinos en la Franja de Gaza fueron asesinados, de los cuales se estima que casi dos tercios son mujeres y niños menores de 15 años. Mientras en los últimos meses de 2023 se temía que el conflicto tome un carácter regional, el 2024 fue testigo de cómo la guerra se extendió, primero al Mar Rojo, y luego al sur del Líbano, pasando por los primeros ataques directos en la historia entre el Estado de Israel y la República Islámica de Irán. Si en Ucrania es difícil hablar de paz, aquí es prácticamente una fantasía. Rusia y Ucrania tienen, dentro de sus diferencias, una misma matriz étnica e histórica. En Medio Oriente se mezclan dicotomías religiosas, nacionalistas, sectarias, étnicas e ideológicas que hoy invitan a pensar que entramos en una fase de desequilibrio total, en la que los acuerdos son prácticamente imposibles.
Las posiciones acuerdistas que pugnan por alcanzar pactos que permitan una convivencia mínima, están totalmente opacadas por elementos radicales, de un bando y otro. A cada acción se responde con una reacción que va de la mano con los intereses de los sectores más intransigentes, que ven en el otro un enemigo a aniquilar, y no un diferente con el cual convivir. Finalmente, en otras latitudes menos iluminadas con los flashes, tampoco hay perspectivas de paz. En Sudán, al norte de África, aún persiste una guerra civil desde el 2023 que ya provocó una de las mayores crisis de desplazamientos en la historia de la humanidad. Lejos de solucionarse, los conflictos desatados en los últimos dos años se han mantenido en la misma intensidad o se han agravado.
“La democracia es un abuso de la estadística”
Si bien uno puede tener varios puntos de disenso con sus posicionamientos políticos o ideológicos, sólo un necio podría pensar que Jorge Luis Borges no fue un escritor lúcido. Él repetía mucho esta frase, la cual hoy parece resignificarse y tomar otro sentido y otra importancia. El sistema democrático tal cual lo conocemos enfrenta más desafíos hoy que en cualquier otro momento de lo que va del siglo. En este año se ha confirmado que Brasil, el país más poblado e importante de América Latina, estuvo en un serio riesgo de revivir un golpe de Estado por parte de funcionarios del gobierno de Jair Bolsonaro, incluso sin tomar en consideración lo que fue la versión brasileña de la toma del Capitolio del 8 de enero de 2023. En Ecuador asesinaron a un candidato a presidente, Fernando Villavicencio, en el marco de una violencia sin precedentes por parte de sectores ligados al narcotráfico. En Argentina, parte del actual gobierno reivindica y defiende a los genocidas de la última dictadura militar.
Si vamos a Europa, las fuerzas antidemocráticas herederas del nazismo logran cada vez mejores resultados electorales en Alemania, incluso luego de algunos episodios de complots desarmados por las fuerzas de seguridad de aquel país. Hasta en Corea del Sur, que es uno de los países asiáticos más occidentalizados y culturalmente amigables con los valores democráticos, hubo un intento de autogolpe por parte de su gobierno.
Por otra parte, los sectores ligados a la izquierda tienen cada vez menos argumentos para defender procesos políticos que sacrificaron algunas prerrogativas de la democracia liberal en pos del avance en términos de conquistas sociales. Es decir, ni siquiera los procesos históricos que se abrogaron un ideal de democracia participativa y sustancial, sin dejar que se les imponga una democracia formal y electoralista, pueden mostrar muchos logros para sus poblaciones. En Venezuela el chavismo tiene adeptos y detractores, pero si hubo algo que Hugo Chávez defendió hasta su último suspiro fue el mandato sagrado de las urnas para construir su Revolución Bolivariana. Este año, Nicolás Maduro cambió esa perspectiva y se mantuvo en el gobierno sin poder demostrar que una mayoría lo acompañó en el proceso electoral, al tiempo que cuesta encontrar una mejoría sustancial para su población. La Revolución Cubana muestra cada vez más signos de agotamiento ante la permanencia de un bloqueo estadounidense que, combinado con el mazazo de la pandemia, dejaron nocaut muchos de los avances sociales que se habían logrado desde la década de los sesenta.
Por otra parte, además de sumar enemigos, la democracia está lejos de solucionar tensiones y conflictos. No hay perspectivas de mejora en Perú, con un sistema a todas luces roto; una interna fratricida desangra a Bolivia, los países más poderosos de Europa -Alemania y Francia- saltan de una crisis política a otra. En Estados Unidos, el Partido Demócrata se consolidó como el representante del neoliberalismo y las élites mientras Donald Trump gana adeptos entre los trabajadores y nombra a multimillonarios en su gabinete, dejando la máxima marxista de la historia marcada por la lucha de clases como un apotegma agotado.
En el último año se han acelerado tendencias que le quitan protagonismo a la democracia como el sistema por el cual una sociedad dirime sus diferencias. Muy vinculado a esto último que mencionamos de Estados Unidos, se hace cada vez más notorio el rol que las grandes tecnológicas y los super millonarios tienen en el sistema político global actual. Con múltiples mecanismos para influir en la opinión mundial. Además, en un contexto de ultra financiarización del capitalismo, las corporaciones tecnológicas asumen un rol cada vez más protagónico, constituyendo alianzas con los sectores más conservadores que, en nombre de la libertad, les aseguran sus ganancias y les otorgan un papel vital en la estrategia de debilitamiento de las estructuras estatales.
Sin acuerdos para problemas urgentes
En los inicios de la década pasada, y a caballo de gobiernos del Sur Global que intentaban poner en debate ciertos parámetros de la gobernanza mundial, se discutía cómo ampliar la participación en los espacios en los cuales se debatían los problemas globales. La democratización de la arquitectura financiera global, la proliferación de esquemas multilaterales que sirvan para contrarrestar los foros aristocráticos de las potencias, y la construcción de agendas que incluyan los intereses de los países en desarrollo parecen ser procesos que han quedado debilitados.
Hoy brillan por su ausencia los acuerdos necesarios en el plano de la crisis climática, del crimen organizado transnacional, de los desplazamientos de seres humanos a causa de guerras y conflictos, de la regulación de avances tecnológicos como la inteligencia artificial y de una variedad de cuestiones para las cuales es necesario acordar y llegar a consensos para lograr algún tipo de resultado positivo. El abordaje actual de estas problemáticas parece ir en dirección a agravar los problemas, no a solucionarlos. Y por si fuera poco, los mínimos acuerdos alcanzados ahora son el objetivo de ciertos sectores de la derecha internacional, que los catalogan como una agenda “socialista”. Por lo tanto, no solo se debe combatir la falta de voluntad política o de creatividad para resolver problemas, sino también a profetas ultra ideologizados que hacen del agravio y la conflictividad social un modo de construcción de poder.
Todas estas perspectivas no invitan a ser optimistas en el corto plazo sobre qué tipo de consensos deben alcanzarse para evitar llegar a un punto de no retorno en algunas cuestiones, ya sea la proliferación de armas nucleares, el cambio climático o el estallido de conflictos ligados a la mayor autonomía que algunos sectores adquieren por ciertos avances tecnológicos.
Incertidumbre es la nueva normalidad
La intención no es desbordar pesimismo. Es posible que, siguiendo con algunas corrientes teóricas, pero también con ciertas opiniones generalizadas con afán de convertirse en “sentido común”, haya algo de cíclico en todo esto. Que en el mediano plazo pueda hablarse de procesos políticos que marquen nuevamente un horizonte de futuro, que invite al entusiasmo a la participación masiva de los pueblos. Hoy esa perspectiva se encuentra lejana por varios factores que se vinculan con lo expuesto más arriba.
Todo este contexto encuentra a la Argentina en un momento muy particular. Con el afán de romper consensos y posicionarse globalmente en un lugar de referencia para el ultra conservadurismo mundial, el gobierno argentino actual no solo tiene una política exterior errática -de la cual no puede mostrarse ni siquiera un logro aparente, como en el frente inflacionario-, sino que empuja a nuestro país a un aislamiento cada vez más notorio. Los intereses nacionales argentinos, única guía para el diseño y planificación de políticas de Estado en el plano internacional, se ven desdibujados frente a las pretensiones de vanguardismo que conducen el accionar del gobierno fronteras afuera.
El capítulo actual será uno más de la historia nacional y la historia de las naciones. Uno tiene la obligación de pensar en un futuro más luminoso y realizar su aporte para alcanzarlo. Ciertamente, habrá nuevas construcciones colectivas que sirvan como refugio de nuevas luchas que guarden esperanzas de un mundo menos cruel. No obstante, aquel recordado tango de la década del treinta que se lamentaba porque el mundo fue y será una porquería, todavía sigue vigente.