En Desvío Arijón, pueblo ubicado a orillas del río Coronda, un territorio de 16 hectáreas propone otro modo de vida y del trabajo del suelo. Familias agriculturas recuperan la ancestralidad para hablar de futuro. Un polo agrario y campesino que desafía al modelo de los fertilizantes sintéticos. La “escala patio”. Las huertas al costado de una vía y la cosecha de una frutilla sin químicos. Avanzar retrocediendo y lo antiguo que funciona.
Un bidón de color azul desechado entre pastizales lo distrae del camino hacia la orilla del río Coronda. Juan tiene 11 años y es un apasionado por los libros de plantas. Se acerca, lo abre y de golpe un olor químico perfora su nariz. Mareado y con náuseas regresa como puede hasta la casa de su abuela ubicada a metros de la vía del tren. No para de toser. Le cuesta respirar. Con urgencia su mamá lo lleva en remisse hasta un hospital de Santa Fe a menos de 40 kilómetros de distancia. Juan llega semi inconsciente. El tacho contiene residuos de una fórmula letal -netamicidas, fungicidas y herbicidas- que se utiliza para controlar los patógenos en cultivos que en esta zona son en su mayoría frutilleros.
Tres años después, Erika trae a la memoria aquel 2 de abril de 2022. Acaba de recoger algunas frutillas orgánicas de las primeras cosechas del año. Bajo el sol de primavera, a las dos de la tarde, entre los surcos de un suelo alimentado con caldo de ceniza, super magro y lactibacilus natural, recuerda ese día como uno de los que marcó su vida. Su hijo pudo sobrevivir a la inhalación accidental de una bomba química que se aplica sobre tierras donde el principal cultivo, la frutilla, es fuente de trabajo para el 95% de las familias de su pueblo.
Tal vez por eso, mientras atesora en sus manos un puñado de cosecha limpia, explica por qué “Desvío a la Raíz”, con diecisiete años de historia, significa para ella algo más que una cooperativa de familias campesinas dedicadas a producir alimentos sin ningún tipo de químicos.

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Erika desparrama algunas semillas en su pedacito de suelo fértil. Es el año 2020. Sigue los consejos de Jeremías y Aluminé, sus vecinos de Desvío Arijón. Su hijo la ayuda y se entusiasma por tener choclos y una variedad de verduras en su propia huerta. Vive al costado de la vía por donde pasa el Belgrano Cargas, el tren que transporta millones de toneladas de granos a las veintiún terminales portuarias -dieciséis de firma extranjera- que ocupan 70 kilómetros de costa del río Paraná. Son los puertos privados que pertenecen al complejo agroexportador más importante del país, asentado en el cordón industrial del Gran Rosario.
La huerta de Erika empieza a crecer. Y su tierra, esa pequeñísima porción de patio cultivado con choclos, pimientos, lechugas y rabanitos, va quedando chica. Lo mismo le sucede a sus vecinas que viven sobre el margen empobrecido de la vía, en viviendas precarias, una al lado de la otra, como en las periferias de las grandes ciudades.
Sus huertas se van expandiendo y aquella siembra que primero iniciaron en los patios se traslada a los techos. Las familias empiezan a cuidar lo que antes se pudría en el olvido o moría fumigado por los herbicidas de los campos lindantes: el naranjo, un árbol de pomelo, dos plantas de lechuga, una acelga, tres o cuatro ovejas. Ahora se animan, entre varias, a denunciar las aspersiones recurrentes. A producir un alimento sin químico para abastecer su comida diaria, o a vender en ferias ganando tres veces más que lo que se cobra trabajando de sol a sol durante dos jornadas en los campos de frutilla.
Cinco años después, Erika mira a su alrededor. Explica su tarea, la que más le gusta: coordinar las actividades para los más chicos. Señala al fondo y dice que allá queda el único acceso libre al río Coronda. Los otros, ya son patrimonio exclusivo de los complejos turísticos. Enseña los cultivos y entre ellos, la frutilla. Su causa personal.
Ese “alrededor” que mira como si fuese un hogar, es la tierra sembrada con distintos tipos de tomates, el laboratorio campesino, el monte donde juegan sus hijos y los hijos de sus vecinas, la reserva ecológica, el centro cultural, los surcos de frutilla sin patrones, sin bidones azules que alerten peligro de banda amarilla o roja. Es parte, o protagonista, del primer y único polo agrario campesino (EPAS) de la provincia de Santa Fe, el proyecto comunitario que parió hace dos años y medio aquella red de treinta familias “agricultoras de patio” llamada Desvío a la Raíz.
Entonces Erika, pelo recogido, oscuro, mirada profunda, piel bronceada, manos aguerridas, un tatuaje de flores en su brazo izquierdo, 35 años, mujer rural y mamá de cinco de hijos, revela la estrategia. Lo micro para llegar a lo macro. El efecto mariposa:
—Le fuimos ganando huerta a la vía—dice y sonríe.

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El Espacio de Producción, Ambiente y Sociedad (EPAS) funciona en un enorme y antiguo predio recuperado de dieciséis hectáreas, un ex geriátrico abandonado hace tiempo por el Estado en Desvío Arijón, el pueblo frutillero y pesquero de 2500 habitantes recostado sobre un brazo del Paraná que ocupa apenas 15 kilómetros de extensión sobre la ruta 11, a 32 kilómetros al sur de la capital santafesina, a 140 al norte de la ciudad de Rosario y atravesado por un ramal rodeado de pobreza.
Para llegar al EPAS hay que bajar en la garita ex Talarico Toreta, cruzar primero la Ruta 11, en el kilómetro 434, después la vía del ferrocarril, atravesar una tranquera y caminar varios metros tierra adentro, en dirección al río. Desvío Arijón se ubica a solo 11 kilómetros de Coronda, la ciudad estrella de la frutilla, la que alberga la cárcel de varones más grande de la provincia. En ella tiene su parada religiosa el Tata Rápido Línea Intermedia. Allí desciende más de la mitad del pasaje, en su mayoría mujeres cargadas de bolsos: madres, hermanas, esposas o novias que engrosan la larga fila de la visita para ingresar al penal.
Los colores del paisaje van cambiando a medida que el ómnibus se aleja de Rosario. Atrás van quedando las monótonas extensiones de soja, maíz, los silobolsas y los playones de camiones doble acoplado que llegan hasta los polos cerealeros como Cargill, ADM, Renova, Vicentín y Cofco. Atrás queda rezagado el tránsito pesado de una ruta que a veces se convierte en avenida, el aire enviciado de humo, polvo y olores rancios del grano almacenado de ciudades-puerto como San Lorenzo, Fray Luis Beltrán, Timbúes y Puerto General San Martín, el olor nauseabundo que cada tanto desprenden los desechos industriales de Celulosa en Capitán Bermúdez. Atrás también queda el llamado “Camino de la Cremería”, una vía rural que conecta a la localidad de Ricardone, donde se ubica el relleno sanitario en el que Rosario entierra más de 300 mil toneladas de basura al año, con los nodos portuarios del extractivismo sojero y que fue noticia por el hallazgo de cuerpos de mujeres asesinadas, arrojados como descarte por la violencia femicida: Andrea Portillo en el 2024. Sofía Delgado en el 2025.
Ahora el monte empieza a reverdecer con una vegetación más frondosa al costado de la traza. Es tierra de frutilla, aunque de la frutilla antigua ya no quede ni el aroma. Aquí, en Desvío Arijón, nació Aluminé Martinez y se radicó hace veinticinco años el músico patagónico nacido en Comodoro Rivadavia, Jeremías Chauque. En este punto diminuto del mapa de la bota santafesina, Aluminé y Jeremías construyeron su cabaña de madera y barro junto a un monte de eucaliptus y criaron a sus tres hijos: Neyen, Liwen y Naishe Karken. Aquí también optaron por quedarse, por no escapar, hace diecisiete años atrás a pesar del impacto que en ese entonces comenzaba a tener el avance de los campos de soja sobre un pueblo que iba perdiendo sus plantaciones ancestrales de mandioca y batata, las más de cuatro variedades de frutilla antigua, el vuelo colorido de ciertas mariposas, las hierbas medicinales de la isla, la soberanía de las mujeres a decidir cómo parir, la palabra sagrada de los abuelos.
Aquí echaron raíz aún cuando notaban que a solo cuarenta metros del lugar donde jugaban sus hijos, un aplicador rociaba fungicidas cargando una mochila sobre su espalda; cuando en un radio de solo dos calles detectaron tres casos de leucemia o cuando, desesperados, decidieron irrumpir en los campos para frenar con el cuerpo cada fumigación.
No fue fácil. A las causas penales por “invasión a la propiedad privada” y amenazas de los patrones en plena comisaría, se sumaban las persecuciones de camionetas 4×4 como las que recuerda Aluminé cuando recorría en moto con uno de sus hijos, los tres kilómetros de tierra que separan su casa del casco del pueblo. Sabían sus movimientos, sus horarios, sus rutinas. “Sabían todo”.
Pero hubo un momento en el que los dos dijeron “acá nos quedamos”. Fue la tarde en que Neyen, el hijo mayor que en ese entonces tenía diez años, se colocó su cinturón amarillo de taekondo para acompañarlos a detener una fumigación al interior de un campo. “Vamos papá”, les dijo, preparándose para la batalla.
—Ahí entendí que no podíamos dejarle a nuestros hijos ese registro en su identidad de que escapamos del pueblo, porque en definitiva este sistema te acorrala y terminas huyendo. Entonces cuando entendimos que si queríamos sostener la vida en el campo había que volver a hacer lo que fuimos o intentar rebrotar todo aquello que nos permita volver a ser, ahí decidimos quedarnos a vivir. “Acá es”, dijimos con Aluminé. Y ahí nace el llamado al pueblo. Ahí surge “Desvío a la raíz”.
De rasgos y raíces mapuche, Jeremías busca y elige las palabras para explicar una idea; respeta las pausas y silencios cuando define un concepto o su forma de ver el mundo. Degusta el mate recién hecho y maneja los tonos justos para crear el clima, el contexto, el instante de la anécdota que narra. De contextura robusta, vestido de negro, siempre, a tono con sus borcegos, su pelo largo hasta la cintura, su barba, sus ojos rasgados, sus cejas, Jeremías cuenta, entonces, cómo fue que lograron “avanzar retrocediendo”, ramificando la fórmula de una cosecha a escala diminuta. La “escala patio”, la táctica de la estrategia de la que hablaba Erika. El efecto mariposa.
Sobre una de las paredes del amplio salón-comedor que es el centro cultural del EPAS, se observa el mapa que delimita cada sector de esas 16 hectáreas pintados de verde fosforescente: horticultura, avicultura, gramíneas y leguminosas, apicultura, ovinos, cereales, semillas nativas. En otros colores, figuran las áreas vinculadas a la escuela de saberes campesinos, a la fábrica de bioinsumos, al centro cultural, a la planta de derivados y residuos orgánicos. En el extremo, la reserva ecológica a orillas del río. Un plano de la agricultura ancestral. El método que imaginaron durante más de cuatro años tras lograr, primero, expulsar la soja de Desvío Arijón, y después empezar a recuperar algo de la ancestralidad, de la identidad, de la idiosincrasia de un pueblo frutillero.
Cuando entendimos que si queríamos sostener la vida en el campo había que volver a hacer lo que fuimos o intentar rebrotar todo aquello que nos permita volver a ser, ahí decidimos quedarnos a vivir. “Acá es”, dijimos con Aluminé. Y ahí nace el llamado al pueblo. Ahí surge “Desvío a la raíz”.


Pero ¿cómo se hace cuando esos mismos campos de una frutilla adicta al insecticida son el principal sostén económico de las familias?
Jeremías piensa y responde con la experiencia del camino recorrido. Errores y aciertos. Ya no se trata, dirá, de meterse con rabia en los campos a parar mosquitos o radicar denuncias en la comisaría del pueblo. Acá, con la frutilla, el proceso es diferente.
—No empezar por arriba.
Desde abajo, dice. Desde la raíz, dice.
Y enumera: sembrar la duda cuando un pequeño productor familiar, al que le cuesta más 50 millones de pesos producir tan solo una hectárea de frutilla, entrampado en el modelo de la “narcoagricultura”, en la urgencia por los rindes y la productividad, se acerca a preguntar los cómo. Sí. ¿Cómo se hace? Consultarle a ese mismo productor porqué la plaga ataca su planta pero no el monte. Mostrar la diferencia entre un suelo con vida, con tiempo, con pausa, y otro seco, casi muerto. Entre una planta dura y erguida por fuera, pero enferma por dentro. Entre un híbrido transgénico con una carga química de más de diez sustancias cuya mitad son cancerígenas, y una frutilla orgánica. Oler su aroma. Morderla, saborear la mezcla agridulce, sentir la liviandad de su peso. Compartir saberes antiguos y aplicarlos ¿cómo se hace un super magro natural? ¿Cómo se fabrica silicio de potasio soluble?. ¿Qué sucede si al calcio le agregamos boro? ¿Cómo reacciona el suelo cuando se lo alimenta con un caldo natural de minerales?
Construir otros modos de generar trabajo. Lucía, por ejemplo, recolecta frutillas desde sus 8 años. Ahora tiene 58. Dice que entraba a los campos a las 7 de la mañana. “Ahí no tenés ni día de la madre”, recuerda. Hace un tiempo se sumó a trabajar en el EPAS. Solo dos horas, dos o tres veces por semana. “Acá encontré tranquilidad” responde mientras sostiene con sus guantes un cajón al que va llenando de frutillas recién arrancadas de un surco sin bromuro.

30 de octubre de 2020. Titular de 30 Días Noticias. “Coronda. Explotan a trabajadores en un campo de frutilla, descalzos y sin barbijos”.
14 de septiembre de 2022. Titular de Aire Digital. “Rescataron a 13 recolectores de frutillas que trabajaban en la absoluta precariedad”.
2 de octubre de 2025. Titular del Diario El Litoral: “En Arroyo Leyes: rescataron a 42 personas víctimas de explotación laboral en un campo de frutillas”.
La crónica describe: camas improvisadas sobre cajones de madera, jornadas sin descanso, sin protección, sin calzado, sin luz, sin agua, sin feriados. De sol a sol. De lunes a lunes. La explotación sobre cuerpos vulnerados de varones, niños y claro, también de mujeres migrantes y campesinas.
—En los campos de frutilla conocemos compañeras que han tenido que soportar abusos, incluso violaciones por parte de los patrones. Por eso armamos este espacio, no solo para que eso no exista sino también para sabernos acompañadas— cuenta Aluminé Martínez mientras cae el mediodía sobre Desvío Arijón.
Por eso decidieron plantar un capullo dentro de otro: el espacio de mujeres de Desvío a la Raíz. Una red de lazos, contención y afectos que tejieron entre mujeres agricultoras para construir, juntas, soberanía sobre el propio cuerpo, sobre el propio territorio.“Soberanía laboral”, definen ellas. Erika lo dice así, simple:
—Acá lo que encontré es compañerismo o ayuda si necesito algo con mis hijos. Para mí no es solo un trabajo, este lugar es mío.



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En EPAS, la clave es “respetar el tiempo de la semilla”. Este año ya lograron cosechar 14 mil plantines de frutillas, aunque el desafío parece más profundo que el de sólo sembrar y cosechar frutas u hortalizas. Esa será la excusa, insiste el músico, productor, compositor y agricultor ancestral Jeremías Chauque, porque antes, advierte, hay que hablar de vida. De cómo regenerar la vida en la tierra.
A unos metros del salón principal y del área hortícola funciona el laboratorio de biotecnología campesina al que llamaron “Rodolfo Páramo”, en homenaje a uno de los primeros neonatólogos santafesinos que en los años 90 alertaba sobre la consecuencia de los agroquímicos en la salud de embarazadas, bebés y adultos.
El lugar es una especie de gran lavadero donde cada tacho cumple una función. El proceso parece complejo para quien no conoce nada de la microbiología de las plantas, los minerales y el suelo. Pero Jeremías lo hace fácil: se trata, sobre todo, de entender y esperar los tiempos de la naturaleza. Acá no hay bidones de eco herbicidas de Bayer ni Syngenta, sino una decena de tambores azules de 200 litros rotulados con fibrón blanco que conservan hierbas deshidratadas, desechos, microorganismos en etapa de fermentación, lactibacilus hecho con arroz orǵanico, leche y litros de agua. Un caldo de minerales a base de roca molida. Silicio de potasio soluble. Una capacidad de producción de 25 mil litros de biofertilizante natural. Jeremías menciona tres palabras: biología, química y física, el proceso que cualquier planta en su estado natural realiza. El proceso que conecta a cada uno de esos tachos.
En este mismo lugar funciona una planta de regeneración de agua. Un sistema de riego por goteo. Se trata de medir cada gota que llega del río para no desperdiciarla y por eso, de diez riegos que se necesitan en cualquier esquema convencional de cultivo, en EPAS realizan tres.


El laboratorio también es un espacio de capacitación y transmisión de saberes para productores y agricultores que deciden regenerar el suelo, de devolverle algo de toda la vida que le quitaron. Entonces, Jeremías agarra un pedazo de tierra extraída de uno de los surcos de frutillas. La sostiene entre sus dos manos y dice:
— Hicimos un análisis para ver la presencia de microorganismos en nuestro suelo.
La exhibe casi con lágrimas en sus ojos. Se vé y se respira la humedad, la presencia de hongos de todo tipo. Colores verdosos, blanquecinos y rojizos. El aroma barroso de un suelo mojado. Un ecosistema alimentado con nutrientes naturales. La vida en la tierra.

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—La ancestralidad solo la tienen los pueblos, el agronegocio nunca nos va a poder robar esa palabra. Ahí encontramos una fortaleza. Nunca va existir un “Bayer ancestral”.
En Desvío la Raíz hay un lema que orienta la práctica. “Avanzar retrocediendo”. Fue mirando hacia atrás cómo encontraron la estrategia para rescatar lo perdido o lo apropiado por las multinacionales del agro: el saber ancestral. Por eso, en este pedacito de territorio orgánico, no se utiliza la palabra “agroecología” para explicar lo que hacen.
—Lo que funciona en la ciudad muchas veces no funciona en el campo—explica Jeremías.
Ariel está a su lado y es parte del equipo de Desvío a la Raíz. Ceba mate y mientras acerca un plato de frutillas del surco para probar su sabor, dice:
—Si un abuelo o abuela no sabe lo que es la agroecología entonces hay que escucharlo. La palabra es una semilla más. ¿Por qué tenemos que inventar un nombre nuevo si decir “agricultura” ya nos invita a una charla con un abuelo?. Ellos saben. Pero si yo le tengo que explicar lo que es la agroecología, bueno, eso nos debería poner en alerta.
Jeremías asiente con la cabeza. Hace una pausa de apenas segundos y agrega:
—Entonces encontramos una manera de definir que la agricultura somos quienes trabajamos y multiplicamos la tierra. Y la ancestralidad tiene que ver con nuestro modo de concebir la vida: avanzar retrocediendo.

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La Whipala cuelga de la ventana del salón del EPAS. Hay un estante con distintos tipos de hierbas medicinales. Sobre una de las paredes, una foto grande con los bioguardianes de semillas, pibitos y pibitas que se crían entre campos y ranchos y que eligen el EPAS para celebrar su cumpleaños de 15, cuidar los caballos, grabar una canción, comer un asado o andar en bicicleta. Un folleto detalla las capacitaciones para aprender a fabricar fertilizante natural que después venden a solo 5 mil pesos mientras Bayer promociona su flamante eco fungicida Serenade a 200 mil.
La ancestralidad solo la tienen los pueblos, el agronegocio nunca nos va a poder robar esa palabra. Ahí encontramos una fortaleza. Nunca va existir un “Bayer ancestral”.
Un póster recupera imágenes de las ferias en el microcentro de la ciudad donde comercializan la cosecha a un precio menor del que ofrece el mercado, intervenciones urbanas donde a veces sucede la magia: un tablón con cajones de acelga, lechuga, tomate, y frutillas orgánicas, de variedades antiguas, desaparecidas por la industria transgénica. Una señora sigue de largo, se detiene, retrocede unos metros, mira de lejos. Con desconfianza, entre bocinas de autos y colectivos, se acerca a preguntar de qué va la feria. Jeremías le explica y antes de irse, después de escucharlo, agrega: “¿Sabe por qué yo volví acá? Porque de acá sale un olor que me hace acordar a mi infancia, a cuando yo vivía en el campo, a mi abuelo”.
—Ahí entendimos porqué ya no existe el olor a frutilla en Desvío Arijón— dice Jeremías mientras agarra una del plato que trajo Ariel. La huele, la prueba. La muestra como lo que es: la cosecha de una victoria. Y explica:
—Porque el olor a frutilla, el color de la frutilla y el sabor de una frutilla antigua es subversivo.
