El pájaro de la triste canción
Hasta que, diez años atrás, Elena Lucas de Belmont decidió que ese era el día. Un jueves de otoño. Elena, que supo -y sabe- cobijarnos bajo sus alas de ángel clandestino. Elena, que supo nombrar nombres y cosas que aparecían -y aparecen- ante la convocatoria de su dulcísima y frágil voz. Elena, transparente y con alas y con una enorme cicatriz en su pecho de pájaro herido, murió el 5 de mayo de 2005. Un jueves de otoño. Como en el poema de César Vallejo, Elena supo morir un jueves. “Jueves será, porque hoy, jueves, que proso / estos versos, los húmeros me he puesto / a la mala, y jamás como hoy, me he vuelto, / con todo mi camino, a verme solo”, escribió Vallejo. Misterio y poesía.
Por Jorge Cadús
Primeras convocatorias
Elena, muy joven, ya docente, comenzó a trabajar con su hermana en Villa Elisa, cerca de La Plata, en un Instituto dependiente del Patronato de Menores. Por esos días compartía con su hermano, artista plástico, la bohemia de la primera mitad de siglo. “Había artistas, escultores, pintores. Una vida bohemia. Ibamos al Teatro del Pueblo, de Leónidas Barletta, en el año 40. Se hacía polémico porque se discutía la obra representada. Y después íbamos a Plaza Lavalle, que quedaba cerca”, describió un jueves de otoño, hace ya varios años, Elena. Y convocó entonces los fuegos de la república española, la noche en que en casa de Rafael Alberti y Teresa de León cantaron la Marsellesa y escucharon discos con poemas de Guillén y García Lorca; y convocó Elena la voz de Rafael Alberti, “una voz hermosísima, recitando”; y nombró Elena para seguir convocando fuegos y voces: allí están Antonio Berni, Olga Orozco, Oliverio Girondo, Roberto Arlt, Enrique Molina, “que se veía todos los días con mi hermano”, y allí está también el poeta Raúl González Tuñón.
“No se puede idealizar a un idealista”, escribió hace algunos años Elena.
Hablaba entonces de Tuñón, que supo enamorarse y enamorar a Elena: “pero yo era muy temerosa, tenía todos los prejuicios de esa época”. Para poner distancia con aquel amor prohibido -el poeta era casado- Elena llegó a Rosario, a hacerse cargo de un Hogar para menores mujeres. “Vas a ir con una rosa en la mano, hay un kiosco muy grande en la estación. Vas a ver junto a ese kiosco a otra persona con una rosa. Así se van a reconocer”, recordó Elena las palabras de Cabrera Domínguez, el presidente del Patronato.
Y la rosa tembló otra vez, por dentro.
Nuevas convocatorias
El trabajo en la Casa de Rosario, que albergó chicas de 4 a 12 años, no fue sencillo. Durante una tarde de mitad de los 90, Elena nombró para convocar a sus chicas, que “venían de otros hogares con delantales grises, y nosotras le dábamos vestidos de colores”. Y convocó también Elena para no olvidar los nombres de la temprana persecución, de los alcahuetes de turno, del chantaje y la soledad: “un día, la hermana de Antonio Benítez, me dice que me tenía que afiliar a la Unidad Básica. Yo le dije que no participaba de esa ideología. Y ahí empezó la guerra. Me dejaron sola, con 15 chicas. Entonces dije: voy a renunciar”.
La denuncia de Elena Lucas tuvo gran repercusión en los medios periodísticos de la ciudad, y fue clave en el encuentro con quien sería su compañero y padre de sus hijos: “un tal señor Belmont”.
Poesía y misterio entrecruzan cada uno de los días de Elena. Como aquella mañana, después de su renuncia al Instituto de Rosario, cuando se preparaba para volver a Buenos Aires, y un señor pidió: “Quiero hablar con la señorita Elena Lucas’. Convocaba así Elena aquellos fuegos: “el tal señor me dice: ‘vengo por su renuncia. Cuenteme qué le pasó’. Le conté, y dice: ‘Si yo hubiera sabido esto antes usted no renuncia’. ‘Yo no voy a retirar la renuncia ni mucho menos’, le contesté. Entonces me dice: ‘¿Por qué no viene a trabajar con nosotros? Usted nos hace mucha falta’. Yo tenía mi familia y un puesto en Buenos Aires. Le explico: ‘Aquí no conozco nada’. Entonces me dice: ‘nos va a conocer a nosotros. Estamos haciendo un buen trabajo. ¿Por qué no probamos en las vacaciones?’. Pensé, ‘bueno, en las vacaciones voy a ver qué pasa’. Nos escribimos, vine a Rosario, y trabajamos en el barrio San Francisquito. Después nos enamoramos. Ese señor era un tal Belmont. Y fue mi esposo”.
Después, vendrá la mudanza a Fisherton, el trabajo en la escuela del barrio, y los hijos. José, el de la risa inmensa, mago del encuentro. Y Carlos, desaparecido en plena noche de la dictadura.
Elena contaría esa mezcla de orgullo, respeto y temor que ocupaba sus días desde que Carlitos le había confirmado su militancia en la organización Montoneros. “Una vez le escribí una carta: ‘Carlitos, nosotros respetamos todo. Respetamos tu ideología, tu militancia. Pero lo único que te pido es que cuides tu vida. Porque vas a hacer más estando vivo que si te pasara algo’. Y me mandó decir que no estaba de acuerdo, porque el que se entrega a una lucha ‘tiene que entregarse íntegramente’. Y así fue”.
En septiembre de 1976, Carlos fue secuestrado. Su compañera, con el hijo de ambos, fue encarcelada en Villa Devoto.
Años después, en una serie de entrevistas, Elena desgarró la historia desde su propia carne: la falsa noticia de la muerte “en un enfrentamiento”, la búsqueda de respuestas en comandos, comisarías y cementerios, las formas del terror y la resistencia.
Convocó Elena fuerzas y miedos, gestos y ausencias. El nuevo desgarro en la muerte de “ese tal señor Belmont”, anarquista enorme, compañero irreemplazable, que murió de tristeza.
Y el pañuelo blanco anudándose bajo el mentón para ya nunca más dejar a Elena sin alas. “Yo conocía a Marta Hernández. Y fue ella la que me dijo: es un compromiso grande, hay que estar, hay que luchar. Me incorporé a Madres después que falleció mi marido” relató Elena. Y habló de la lucha, “es una catarsis, como una descarga, a mi me hizo mucho bien. Porque yo estaba perdida. Me hizo también muy bien escribir. Y viví esta historia con mucha fuerza. Con Madres fuimos protagonistas. Me siento también protagonista dentro de una historia. De una historia muy dolorosa, pero que es historia. Y que será historia”.
Últimas convocatorias
Seguramente es verdad: “no se puede idealizar a un idealista”.
Pero Elena, como cada una de las Madres de la Plaza, supo construir puertas para entrar en los territorios del misterio. Allí están las puertas a la jamás descuidada ternura. A la valentía desmedida. Allí sobrevive la alegría, celosamente custodiada por Elena y las mujeres de los pañuelos.
Está su poesía invicta, multiplicada y popular a pesar del olvido de los editores de turno. Está el proyecto del Archivo de Madres, motorizado ahora por José, su hijo.
Sucede que supo Elena abrir el camino a la imaginación, al encuentro con la palabra liberadora.
Misterio y poesía trazan un mapa por los días de Elena, por los días de estas mujeres que pudieron, que pueden, a pesar de todos los pesares, construir desde el dolor.
Y como en el poema de Vallejo: “son testigos / los días jueves y los huesos húmeros, la soledad, la lluvia, los caminos”.
Fuente: Alapalabra