El poeta Humberto Kuperman hace un alegato indubitable sobre la crueldad del sistema carcelario y argumenta en contra del proyecto para bajar la edad de punibilidad a 14 años que estudia el Congreso nacional. “Es enterrar y burlarse de los chicos sin oportunidad alguna”, asegura.
El parque está ornamentado en rojo y negro, a nuestro alrededor y en el horizonte las banderas anticipan el clásico rosarino. Aún así, el banco que elegimos parece una cápsula del tiempo, un recorte espacial preparado especialmente por el poeta Humberto Kuperman para alojar la conversación entre dos desconocidos; una oficina a cielo abierto que captura los últimos momentos de sol después de una semana de lluvia. De un cuaderno de tapa roja, con la voz algo temblorosa, extrae cuidadosamente algunos pensamientos: “Yo no viví ese tiempo eterno, era un número más en esa adolescencia frustrada y masacrada. Fui un alma muerta en un cuerpo que solamente respiraba”.
Habla de sus años en el ex IRAR, hoy rebautizado como Centro Especializado de Responsabilidad Penal Juvenil (Cerpj), un lugar que no es formalmente una cárcel de menores aunque a veces se le parece muchísimo, y en el que emergen periódicamente denuncias de maltrato policial y deficiencias edilicias. Continúa: “Es un sistema de mierda donde niños son encerrados para el horroroso y eterno momento de llegar a los 18 años y pasarlos a una cárcel de mayores. Es enterrar y burlarse de los chicos sin oportunidad alguna, es la marginalidad en un oscuro esplendor. Yo fui un niño muerto con la esperanza y las ganas de volver a mi casa con mi mamá, mi papá y mis hermanos”.
Humberto lee. Hace una pausa y cuenta de su primer libro “El amor no murió”, publicado en el 2022 como resultado de su participación en el taller de escritura “Las bastardillas son nuestras” coordinado por Laura Peretti, Rocío Muñoz Bergara, Belen Cozoli y Pablo Carcovich en la Unidad 6 donde pasó sus últimos años de reclusión. El poeta Julián Axat cuenta en una crónica publicada en El Cohete a la Luna cómo fue el desproporcionado operativo desplegado por el Ministerio de Justicia de Santa Fe cuando se presentó la publicación en la Facultad de Psicología de la UNR: “Para trasladar a Humberto Kuperman se requirió un grupo especial dotado de diez agentes penitenciarios armados hasta los dientes”, detalló el escritor.
Hablar del tema aún le duele, pero está decidido a exorcizarlo a través de la palabra. En tiempos donde el fetiche carcelario gana las pantallas, insiste en armarse de poesía para seguir contando: “Más allá de los estigmas que hay en mi cuerpo, la cárcel me marcó la distancia, el arrepentimiento, una gillete en el cuello. Esa terrorífica oscura noche de alma muerta, en que morí totalmente y decidí volver a vivir en plena congoja, volví a florecer. Esa cárcel, esa horrenda celda me marcó de dudas, de miedo y de ansiedad. Esa etapa marcó un antes y un después, todo lo que fui ha muerto”. El último párrafo nos deja en silencio. Es el cierre de un alegato indubitable sobre la crueldad del sistema carcelario.
Escribir para escapar
Humberto se preparó cuidadosamente para esta entrevista. Responde criteriosamente cada pregunta, pero en realidad le habla a ese niño/adolescente de 16 años que no tuvo una segunda oportunidad y que lo escucha metafísicamente desde algún lugar del pasado reciente: “Mi pensamiento, mi vivencia y lo que siento es que todo eso no sirve, más ahora que la quieren bajar a 14 años, debe ser más crudo todavía. Es como que te roban la adolescencia y la infancia”. Dice también que le da bronca la falta de empatía, convertirse en un número más, sin nombre, sin identidad. “Yo veo un sistema de seguimiento con olor a hostigamiento, de ese que disfruta ver al caído o al recaído. Si tengo que dejarle unas palabras a esos niños en contextos de encierro les diría que escriban y que no lastimen su cuerpo”.
La escritura lo salvó y no es una exageración. Fue una manera de conectar también con su propia historia y la de su papá, Saúl Kuperman; él también estuvo algún tiempo en la cárcel y al igual que su hijo se refugió en las letras para sobrellevar esos años. “Yo llegaba a casa a la madrugada y lo veía a él escribiendo, leyendo y le decía ¿qué estás haciendo papi? ¿qué estás escribiendo? Hasta me llegué a burlar. Pero no entendía porque era pibito. Cuando murió mi papá, le pregunté a mi mamá y me mandó algunos escritos. Y una hojita que la tengo en casa, acá no la traje, decía ‘en esta lluvia de otoño quiero pedirte, oh Dios mío, por esos pájaros que hoy no saldrán a volar’ y abajo decía mi nombre. Al leerlo escuché su voz nuevamente y dije ‘voy a intentar oirte un poco más en la escritura’”.
“Yo veo un sistema de seguimiento con olor a hostigamiento, de ese que disfruta ver al caído o al recaído. Si tengo que dejarle unas palabras a esos niños en contextos de encierro les diría que escriban y que no lastimen su cuerpo”.
Humberto recuerda que en ese tiempo acostumbraba a lastimarse, que andaba con muchos mambos en la cabeza y que el taller de escritura fue una balsa en medio de la tormenta. Al principio, confiesa, participaba para salir un rato de la celda. Aprovechaba el tiempo para hablar de otras cosas, y como quien no quiere la cosa, un día descubrió que podía escribir para escapar. “Me empecé a meter cada vez más en la escritura y fue re sanador, liberador. Lo experimenté y entendí algunas cosas que no podía hablar con nadie, lo escribía en mi cuaderno, después me leía y aprendí a verme desde otro punto de vista. No me quiero agrandar ni nada, pero yo creo que me salvó literalmente”.
Contrariamente a la prédica punitiva, que insiste en el encierro y el castigo cómo únicos métodos, la experiencia de Humberto (y la de tantos otros) revela caminos alternativos a la mano dura que pregonan gobiernos y políticos de todo el arco partidario. ¿Vos sentís que no te escucharon a tiempo o faltó alguien que te escuche?, le pregunto: “O capaz que me faltó expresarme más a mí -responde – Pero sí, me hubiera gustado tener un oído. Obviamente yo tenía a mi mamá y mi papá, y ellos hacían lo que podían. Yo hoy a este chico le diría que escriba, o que busque a alguien con quien hablar, y que si puede, que termine la escuela”.
Un problema aumentado
Como en un bucle, los proyectos que buscan modificar el régimen para los jóvenes en conflicto con la ley penal reaparecen periódicamente en el Congreso de la Nación con la promesa de pulverizar los problemas de seguridad en un parpadeo. En la última embestida, La Libertad Avanza, el PRO, la Coalición Cívica y aliados lograron un dictamen de mayoría en la Cámara de Diputados para bajar de 16 a 14 los años en los que un adolescente puede ser sentado en el banquillo de los acusados, aunque el gobierno libertario apuntaba a los 13 años en su proyecto original.
“Construyeron la idea de que hay un problema con los menores delincuentes y convencieron a la sociedad de que las cosas se van a resolver encerrando a los más chicos”, dice Claudia Cesaroni, magíster en criminología. Para la abogada, se trata de “un problema que está aumentado” por el impacto que tiene en la opinión pública: “Cuando se habla de la cantidad de homicidios en la provincia de Buenos Aires, por ejemplo, se dice que la situación es insostenible, pero vas a los datos y te das cuenta que están en baja permanente desde el año 2020. Por supuesto que ningún número es razonable si te matan a un familiar, pero en términos comparativos con otras ciudades de Latinoamérica e incluso de EEUU es una cifra baja”, sostiene.
Cesaroni insiste en que construyen un problema con los adolescentes porque “es muy útil para hacer campaña política”, aunque advierte también que hay un déficit de los sectores que trabajan en la defensa de los derechos humanos de plantear alternativas sólidas que eviten el avance de este tipo de posiciones. “No hemos podido construir un proyecto legislativo respetuoso de derechos porque es cierto que todavía tenemos vigente una ley de la época de Videla”, explica. En la memoria colectiva persiste el recuerdo de los jóvenes gatilleros de Rosario o el caso de Kim, la niña que murió en La Plata producto de un robo perpetrado por dos pibes de 14 y 17 años en febrero de este año.
“No hemos podido construir un proyecto legislativo respetuoso de derechos porque es cierto que todavía tenemos vigente una ley de la época de Videla”
En la actualidad, si un pibe menor de 16 comete un delito no puede ser procesado ni condenado, y la causa queda en manos de la justicia de menores que debe actuar desde una lógica tutelar, aunque experiencias como las del ex IRAR en Rosario ponen en duda la correcta ejecución de las normas aún vigentes en nuestro país. Por su parte, los adolescentes que tienen entre 16 y 18 años son punibles si el delito que cometieron tiene una pena superior a los dos años de prisión. En esos casos sí pueden ser investigados, juzgados y condenados. Las estadísticas disponibles no terminan de explicar la saña que parece tener un sector de la dirigencia política con los jóvenes provenientes de los sectores populares.
El falso león y la sin alma
Humberto es un pibe agradecido. Con precisión quirúrgica nombra a las personas que le tendieron una mano en el camino, como el profesor Carlos Cardenas, ex director de la escuela para adultos Roberto Fontanarrosa de la zona oeste de Rosario, quien lo alentó a terminar el secundario, o Laura Peretti, la coordinadora del taller de escritura que le abrió las puertas a un nuevo mundo. Cuando recuperó la libertad, con el certificado de materias aprobadas, lo primero que hizo fue anotarse en la carrera de Letras en la Facultad de Humanidades y Artes de la UNR. Ahora también analiza la posibilidad de estudiar el profesorado en educación física para desandar otra de sus pasiones.
Además, en estos meses descubrió un nuevo mundo; el último 24 de marzo marchó por primera vez y quedó asombrado por la marea humana que se movilizó para seguir pidiendo memoria, verdad y justicia. A menudo recibe invitaciones para participar de rondas de lectura, cuenta que le gusta recitar en público y que está preparado para editar su segundo libro. Mientras tanto sigue buscando trabajo y hace changas para ayudar en casa de su mamá. Vive en Villa Moreno, “el barrio de Mono, Jere y Patón” , detalla, un lugar presuntamente pacificado en el que “todavía se escuchan tiros a la noche”. Para el cierre Humberto me propone leer un texto que escribió especialmente sobre el proyecto que propone bajar la edad de punibilidad. Son palabras para la verdadera libertad.
“Empiezo este escrito con adrenalina en mis venas entrelazadas, pensando en cómo el falso león y la sin alma de la Pato quieran modificar, para mal, la ley de la imputabilidad por ideales de mierda que tienen sobre los niños, niños marginados, niños olvidados, niños con historias. Escribo y digo ¡no a la baja de la imputabilidad!
Por ese otoño de lluvia sin cesar del 2014 en que no pude comer las tortas fritas de mi mamá, mientras miraba un cielo gris desde una ventana abarrotada y oxidada. ¡No a la baja de la imputabilidad! Por esos días de mierda, por las noches de llanto y por las cicatrices que aún no han sanado, por la adolescencia frustrada y masacrada, por los tormentosos ruidos a rejas y candados que se abrían y se cerraban. Escribo y grito en silencio ¡No va la baja de la imputabilidad!
Por ese fuego de humo negro que no llegó a apagarse ¡No a la baja! Por ese cuerpo quemado y esa alma en pena. Digo no por esa distancia, por esos niños con deseos, sueños y anhelos. Aunque reconozco que la prisión está en la mente, pero un cuerpo encerrado sufre y se lastima, más aún siendo un niño de corazón y de edad. Grito con la fuerza de mi alma ¡no a la baja de la imputabilidad! Milei y la conferencia de la gorra, loco.”