Una puericultora y un psicólogo del centro de salud “Emaús” del barrio Centenario, en la ciudad de Santa Fe, llevan adelante una huerta en la que participan vecinas y producen hortalizas para autoconsumo. Una experiencia para restablecer los lazos comunitarios, trabajar colectivamente la salud mental y volver a poner las manos en la tierra para hacer frente a la crisis económica.
Fotos: Agustina Verano
A dos cuadras del vértice donde se unen el Río Santa Fe y el Río Salado, el viento sur empuja las nubes, debilita su blanco algodonado y las convierte en un vapor arremolinado. Está despejando después de la lluvia. Cayó agua esta semana en Santa Fe, pero la tierra arisca y arenosa está seca. Basta moverla un poco con los dedos para encontrar el tesoro de sus minerales diminutos y calientes, brillando al sol como pequeñas piezas de joyería. El cielo se vuelve gradualmente azul. La planta más grande de la huerta es un sauce que se deja peinar por el aire y mueve uniformemente sus ramas colgantes en dirección al norte.
La huerta funciona al lado del centro de salud Emaús, que lleva 61 años funcionando en el barrio Centenario, una barriada de familias trabajadoras ubicada en el extremo sur de Santa Fe. En el centro de salud se atienden unas 5.400 personas. Allí se ofrece atención en psicología, medicina general, psiquiatría, trabajo social, puericultura (disciplina que brinda apoyo y acompañamiento en lactancia a las personas gestantes y sus familias desde el embarazo hasta el destete), obstetricia y enfermería. Lindante a su edificio funciona un espacio bastante amplio, con un patio en el que —hace cuatro meses— se empezaron a abrir los primeros surcos y a plantas las primeras semillas.
Todo el complejo pertenece a la Asociación Civil “Emaús”, una entidad católica cuyo objetivo es el trabajo social en territorios empobrecidos. Pese a funcionar en ese espacio y a llevar el nombre de la entidad, el centro de salud es administrado por el Estado provincial.
Lola tiene cinco años y hoy no tiene jardín, así que acompaña a su mamá, María Romero, a la huerta. Riega las plantas con una manguera: las visita una por una y, a su paso, se levanta del suelo un olorcito a tierra mojada. En los surcos crecen la lechuga, la papa, la acelga y la remolacha. Romero es una de las cinco personas (cuatro mujeres y un varón) que sostienen la huerta.
En la charla se nombran especies, se prueban otras. Se degusta el sabor algo picante del mastuerzo, también conocido como berro de jardín. Sus diminutas hojitas verdes, sus raíces blancas y finitas crecen entre alimentos más famosos, como la rúcula, el perejil y el repollo. El mastuerzo se puede comer en ensaladas y tiene propiedades medicinales. “Ayer lo probamos, es riquísimo”, cuenta Florencia de la Sierra, la puericultora del centro de salud.
La profesional agrega: “Estamos aprendiendo que hay muchas cosas que se comen y no sabíamos. Nosotras lo tirábamos, pero aprendimos que se puede comer”.
Romero añade otro ejemplo, otro aprendizaje reciente: “A la ortiga tenés que ponerla en agua tibia dos segundos, la sacudís y la volvés a poner en otra agua. Después la cortás y la comés. Es la primera vez que escucho. Para uno que no conoce, es todo veneno. Pero nada que ver”.
Y añade: “Yo no era muy de comer verduras, pero ahora por la huerta estoy comiendo más. Son hábitos que uno tiene que cambiar”. En Varadero Sarsotti, otro barrio ubicado cerca del Centenario, ya había participado de una huerta comunitaria: “Íbamos al Jardín Botánico y yo me enamoraba. Ahí nos enseñaban a plantar, a regar”, se acuerda. “Yo no tengo tierra. Si tuviera, haría una re huerta en mi casa”, asegura.
La experiencia en el centro de salud Emaús comenzó hace cuatro meses. Luego de una primera capacitación, se animaron. Fue una instancia de prueba y error. “Al rabanito lo plantamos mal, al principio lo plantamos con las raíces afuera”, comenta De la Sierra. Hoy, ya con más experiencia, buscan dar un paso más: aprendieron por internet a hacer detergentes y están investigando la posibilidad de fabricar cremas naturales.
Romero supo de la huerta a través de las redes sociales y recordó que aún guardaba algunas semillas de su experiencia anterior en Varadero Sarsotti. Decidió sumarse y fue una de las primeras en comenzar. “Acá estaba todo abandonado. Limpiamos y cortamos los yuyos. Hoy uno se lleva lo que cosecha y, a lo mejor a través de eso, va cambiando su alimentación”, sostiene. Respecto al trato que hay que darle a las plantas, es tajante: “Si uno no les dedica amor, tampoco sirve. Hay que hablarles. Por ahí te dicen que estás loca”.
Carlos Larriera es psicólogo y trabaja en el centro de salud. “Desde la ventana de mi consultorio veía este patio acá y pensaba ‘hay que aprovecharlo, hay que hay que hacer algo con esto’. Y decidimos hacer la huerta”, relata. Con Florencia de la Sierra tomaron un curso en el INTA (Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria). Fue el puntapié inicial. El INTA, mencionado como espacio de capacitación para quienes sostienen este espacio comunitario, es atacado hoy por políticas de vaciamiento del gobierno de Javier Milei. En marzo, sin ir más lejos, desarticuló el ProHuerta, que entregaba semillas gratuitamente en todo el país.
Larriera explica la importancia que tiene la huerta desde el punto de vista terapéutico. “Sirve para que el usuario del centro de salud historice. Cuando empezamos a limpiar el terreno, una de las participantes empezó a contar cómo había limpiado el terreno para hacer su casa, cómo había ido juntando los ladrillos… Cómo construyó el hogar donde vive hoy”, recuerda.
Al centro de salud llegan consultas por consumos problemáticos, por duelos que dejó la pandemia, incluso aquellos no resueltos porque —debido al aislamiento—- no había con quién hablar o dónde expresarse. A eso se suma, dice Larriera, el aislamiento de la vida actual, donde prevalece la comunicación a través de las pantallas. Desde esa perspectiva, una huerta en la ciudad también es una forma de re-tejer redes y vínculos comunitarios, cara a cara y con las manos en la tierra.
La huerta es un espacio donde se siembra colectivamente pero donde también se comparten las raíces de la memoria. “No solamente la historia individual y subjetiva, sino también la historia del barrio: se juntan, se acuerdan de anécdotas de cuando eran chicos y todo eso sirve muchísimo para salir del consultorio. Uno acá encuentra las historias de las personas que cuentan las recetas de las abuelas, y que nos enseñan a nosotros, porque compartimos conocimientos entre todos”, puntualiza.
El profesional aclara: “Pareciera que uno busca la excusa para descongestionar el consultorio, pero en realidad es una manera de atender a más población. Y, a su vez, es alimentarse bien y estar en contacto con la naturaleza”.
En medio del patio-huerta, un espantapájaros vigila los cultivos. Pantalón gris, camisa a cuadros, poncho de friselina naranja, muchos pañuelos de colores.
Guadalupe García llega directo a ver cómo amanecieron las plantas. Tiene 65 años y cuenta que, como ya está jubilada, hoy tiene PAMI y por eso ya no se atiende en el centro de salud. Aunque, aclara, lo hizo toda la vida y lo seguiría haciendo por la buena atención que ofrecen. Lupe, como le dicen, siempre hizo huerta. Cuando era soltera hacía quinta con su mamá. Y siguió adelante una vez que se casó.
“Siempre plantaba para consumo nuestro. Tengo cuatro hijos. Éramos seis en total, con mi marido. Después quedé viuda y tuve que salir a trabajar, trabajaba de noche y de mañana”. La huerta ayudaba a llenar el plato.
A ella, además, le gusta estar en contacto con la tierra. “A veces voy al parque a ver verde, o a la orilla del río. Eso te calma si tenés problemas”. En el río también busca barro para hacer cerámica, otra actividad que se hace en el centro de salud.
Cada año, García se acuerda de agradecer y honrar a la Pachamama. Los 1° de agosto hace un pocito en la tierra y pone allí arroz, polenta, fideos o algo que haya cultivado. Después le echa un chorrito de caña con ruda. La última vez, al ritual se sumaron las compañeras de la huerta.
La mujer habla sonriente, con alegre tranquilidad. Pero cuando se le pregunta por los problemas del barrio, la voz se vuelve grave. “La pobreza”, dice sin dudarlo. Habla de los matrimonios que se separan “por la parte económica”, de chicos y jóvenes que muchas veces no comen. “Es terrible”, asegura. “Hay un comedor acá, pero funciona los sábados nomás. También comen en la escuela, pero capaz es la única comida que tienen en el día. Lo que se está viendo ahora no se vio nunca: ni en el 2001, que fue terrible”, enfatiza.
Como jubilada, su situación no escapa al contexto. “He sacado un préstamo porque no me alcanza. Por eso consumimos lo de acá, con la acelga hacemos tortillas, cualquier cosa. Antes yo compraba los discos de empanadas o de tarta porque eran accesibles, pero ahora los estoy haciendo yo, porque la plata no alcanza”.
Para ella, que exista una huerta comunitaria en el centro de salud es bueno porque el espacio se ocupa. Y, también, porque pueden hacer “todas estas cosas que no sirven para la vida”. En ese sentido, asegura: “A mí me cambió mucho empezar a venir, porque yo vivo sola y venir acá es como ir al centro o a un lugar de diversión. Estamos en contacto, nos acompañamos. Cada uno tiene su problemática, entonces todas somos como Carlos, como psicólogos. Nos pedimos opinión y consejos… Charlamos de distintas cosas. Yo acá me olvido de los problemas. Y de paso, producimos”.